Alex Callinicos
El unilateralismo norteamericano se
ha convertido en el asunto predominante de la política mundial. Es uno de los
rasgos más visibles del actual gobierno norteamericano desde que George W. Bush
asumió en enero del 2001. Al denunciar Bush el protocolo de Kioto sobre el
recalentamiento global, el Financial Times de Londres comentó: “La
posición antirregulatoria en lo interno y el enfoque unilateralista en lo
externo son señales de que el gobierno estadounidense será el más conservador
desde la Segunda Guerra Mundial.”[1] Esta tendencia se reforzó en forma dramática
a raíz del 11 de septiembre del 2001, sobre todo con el vigoroso avance del
gobierno de Bush hacia una guerra para imponer un “cambio de régimen” en Irak -
–con el apoyo obsecuente de siempre de Tony Blair. En el primer aniversario de
los atentados en Nueva York y Washington se dio a conocer una Estrategia
de Seguridad Nacional nueva que comienza con la afirmación: “Estados
Unidos posee una fuerza e influencia sin precedentes –y sin igual– en el mundo”
y concluye con la advertencia: “Nuestras fuerzas tendrán el poder suficiente
para disuadir a los adversarios en potencia de iniciar una escalada militar con
la esperanza de superar o igualar el poderío de Estados Unidos.”[2]
Esta afirmación contundente de que,
al decir del periodista de derechas Anatole Lieven, Estados Unidos aspira a “la
dominación unilateral del mundo por medio de la superioridad militar absoluta”,
ha sido una desagradable sorpresa para los que se tragaron la idea – muy difundida
en la inmediata posguerra fría– de que la globalización económica vendría
acompañada por el surgimiento de “métodos globales de gobierno” capaces de
superar la centenaria lucha por la supremacía entre las Grandes Potencias.[3]
Nadie ha defendido esta posición con mayor energía que Blair, quien expuso su
“Doctrina de la comunidad internacional” por primera vez durante la guerra de los
Balcanes de 1999 y la reafirmó en el congreso del Partido Laborista de
septiembre del 2001.[4] Los exaltados elogios de Blair al “reordenamiento del
mundo” se dan de patadas con el acertado pronóstico de Condoleezza Rice, la
asesora de seguridad nacional de Bush, de que su gobierno “actuará desde el
terreno firme de los intereses nacionales, no los de una comunidad internacional
ilusoria”.[5]
Comprender el imperialismo
norteamericano
La moralina farisaica que emplea
Blair para proporcionar una fachada de justificación a la Realpolitik de
Bush y sus asesores tiene su aspecto absurdo. Pero lo importante es comprender
lo que está en juego en el impulso belicista norteamericano actual. Edward
Luttwak define la estrategia general de la siguiente manera: “es la dimensión
del conflicto entre Estados en la cual lo militar se desenvuelve en el contexto
más amplio de la política interior, la diplomacia internacional, la actividad
económica, y todo lo que fortalece o debilita”.[6] ¿Cuál es entonces la estrategia
general del imperio norteamericano bajo George W. Bush?
Uno de las características salientes
de la teoría marxista del imperialismo es que trata los conflictos diplomáticos
y militares entre los Estados como instancias del proceso más general de
competencia que impulsa al capitalismo. En concreto, tal como la formuló
Nikolai Bujarin durante la Primera Guerra Mundial, la teoría del imperialismo
sostiene que durante el siglo XIX, dos procesos hasta entonces relativamente
autónomos – la rivalidad geopolítica entre los Estados y la competencia
económica entre los capitales– tienden a fusionarse cada vez más. Por un lado,
la industrialización creciente de la guerra significaba que las Grandes
Potencias ya no podían conservar sus posiciones sin desarrollar una base
económica capitalista; por el otro lado, en virtud de la concentración e
internacionalización crecientes del capital, las rivalidades económicas entre
empresas traspasaban las fronteras nacionales para convertirse en
enfrentamientos geopolíticos en los cuales los combatientes requerían el apoyo
de sus respectivos Estados. La competencia económica y por la seguridad se
entrelazaban en conflictos de carácter cada vez más complejo que desembocaron
en la era terrible de las guerras interimperialistas desde 1914 hasta 1945.[7]
Esta teoría proporciona el marco más
adecuado para comprender el actual impulso belicista norteamericano. Pero antes
de seguir, es necesario aclarar una cuestión crucial. Tanto partidarios como
críticos de la teoría marxista del imperialismo suelen reducirla a la
afirmación de que los Estados imperialistas actúan motivados exclusivamente por
razones económicas. Un ejemplo reciente es la difundida idea de que el
verdadero objetivo del ataque occidental a Afganistán fue el deseo del gobierno
de Bush y las empresas petroleras con las cuales está estrechamente aliado de
construir un oleoducto a través del país para exportar el petróleo y el gas del
Asia Central.[8] Indudablemente, las reservas de combustibles constituyen un
factor de peso en los intereses de Washington en la región, pero reducir la
guerra en Afganistán a esos intereses sería un grave error. Como veremos, Estados
Unidos atacó Afganistán sobre todo por razones políticas centradas en la
reafirmación de su hegemonía global después del 11 de septiembre; su mayor
acceso al Asia Central fue un subproducto importante del derrocamiento de los
Talibán, no el motivo principal de esa acción. Con todo, sería un error
igualmente grave reducir la estrategia nortamericana a la geopolítica:
el control del petróleo del Medio Oriente es, como se verá, uno de los factores
de mayor peso en los planes bélicos de Washington.[9]
Durante la historia del
imperialismo, las Grandes Potencias han actuado por una mezcla compleja de
razones económicas y geopolíticas. A fines del siglo XIX, la clase dominante
británica empezó a ver en Alemania un gran peligro para sus intereses,
principalmente ante la decisión del Segundo Reich de construir una fuerza naval
de primer orden. Esto constituía una amenaza a la supremacía naval británica,
de la cual dependían tanto la seguridad de las Islas Británicas como el control
del imperio y el flujo de ganancias de las inversiones en ultramar.[10] Para dar
otro ejemplo, Hitler era un gobernante movido intensamente por su ideología,
cuyo objetivo a largo plazo era asegurar la dominación de la gran masa de
Eurasia por una Alemania purificada racialmente; sin embargo, los factores
económicos tenían gran peso tanto en la estrategia militar (las
decisiones de iniciar la Segunda Guerra Mundial, extenderla a la Unión
Soviética y tratar de tomar Stalingrado obedecieron en gran medida al temor de
que escasearan las materias primas) como en la visión hitleriana de una Rusia
colonizada para resolver las contradicciones económicas del capitalismo
alemán.[11] Hoy es importante comprender que la teoría marxista del imperialismo
analiza las formas bajo las cuales se entrelazan la competencia geopolítica y
económica bajo el capitalismo; bajo ningún concepto se trata de reducir la una
a la otra.
La estrategia de Estados Unidos
después de la Guerra Fría
El origen de la “fuerza sin
precedentes y sin igual” de la cual se jacta el gobierno de Bush radica, claro
está, en el desenlace de la última etapa de competencia interimperialista, la
Guerra Fría (1945-1990). Tras las revoluciones en Europa central y oriental en
1989 y el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, Estados Unidos quedó como potencia
militar dominante. El capitalismo norteamericano ahora pudo conseguir acceso a
regiones que hasta entonces le estaban vedadas debido a la división del mundo
durante la Guerra Fría en bloques dominados por las superpotencias rivales,
principalmente el Asia Central, con sus importantes reservas de combustibles y
su situación estratégica en la frontera entre las esferas de influencia rusa y
china. No obstante, la desintegración del sistema estalinista no abolió la
rivalidad entre las Grandes Potencias. Sin dejarse amedrentar por la cháchara
triunfalista sobre el Fin de la Historia y el advenimiento de un segundo siglo
norteamericano, algunos marxistas sostuvieron que, al ser eliminada la
disciplina relativa impuesta por la estructura bipolar de la política
internacional durante la Guerra Fría, el mundo ingresaba en un período de
competencia geopolítica intensificada, y por lo tanto, de peligro e inestabilidad
mayores de los que habían reinado antes de 1989.[12]
Concretamente, Estados Unidos
enfrentaba dos posibles desafíos. El primero surgió en el seno del bloque capitalista
occidental. Durante la Guerra Fría, Alemania y Japón se habían subordinado a la
conducción política y militar de Washington, pero se habían convertido en
grandes rivales económicos del capitalismo norteamericano. El retroceso
económico relativo de Estados Unidos frente a este desafío fue una de las
fuerzas motrices principales de la nueva era de crisis de la economía mundial a
finales de los 60.[13]
Liberados de las restricciones
impuestas por la unidad contra el bloque oriental, Alemania y Japón podrían tratar
de afirmarse en el terreno geopolítico y convertirse en potencias mundiales
capaces de amenazar la hegemonía norteamericana. Aunque la Alemania reunificada
hiciera alarde de su independencia de Washington (por ejemplo, al provocar la
desintegración de Yugoslavia en 1991-92 frente a los intentos del gobierno de
Bush padre de mantener unida la federación), era el Japón que aparecía como la
amenaza mayor en virtud de su penetración en los mercados norteamericanos y sus
inversiones en el propio territorio de Estados Unidos. A principios de los 90,
George Friedman, de la consultora de seguridad Stratfor, fue coautor de un
libro que anunciaba The Coming War with Japan [La inminente guerra con
Japón].
El segundo grupo de rivales en
potencia provenía de fuera del bloque occidental. Aunque empobrecida y sumida
en el caos social y político, Rusia seguía siendo una Gran Potencia, con sus
miles de ojivas nucleares, su gran territorio que abarca Europa y Asia, sus
vastas reservas de combustibles. China era una amenaza aún mayor. El
crecimiento económico veloz registrado por los chinos desde que sus gobernantes
adoptaron el estalinismo de mercado en los años 80 parecería una vindicación
del capitalismo liberal, pero también les dio los recursos para crear una
importante potencia militar en la región geopolítica más inestable del
mundo.[14] A medida que el desafío económico japonés retrocedía a lo largo de
los 90, China surgía como la amenaza a largo plazo para el capitalismo
norteamericano. Recientemente, el principal analista norteamericano de las relaciones
internacionales, John Mearsheimer, escribió:
“Otra manera de ilustrar el futuro
poderío de China si su economía sigue creciendo rápidamente es mediante la comparación
con Estados Unidos. El PBN norteamericano es de 7,9 billones de dólares. Si el
PBN per cápita chino es equivalente al de Corea [del Sur], el PBN global chino
sería de unos 10,66 billones de dólares, 1,35 veces el de Estados Unidos. Si
llega a la mitad del PBN per cápita japonés, el PBN global chino sería 2,5
veces el de Estados Unidos. A título de comparación, la riqueza de la Unión
Soviética equivalía aproximadamente a la mitad de la norteamericana durante la
mayor parte de la Guerra Fría... En pocas palabras, China tiene el potencial de
ser mucho más poderosa incluso que Estados Unidos.”[15]
Sobre la base de esta proyección,
Mearsheimer elabora una hipótesis sombría para el noreste asiático y, en realidad,
el mundo entero:
“China no sólo sería mucho más rica
que cualquiera de sus rivales asiáticos... sino que su enorme ventaja en materia
de población le permitiría construir un ejército mucho más poderoso que el de
Japón o Rusia. Además tendría los recursos para adquirir un arsenal nuclear
impresionante. El noreste asiático sería mucho más peligroso de lo que es
ahora. Como todos los hegemónicos en potencia que la precedieron, China
tendería a convertirse en un hegemónico real, y todos sus rivales, incluido
Estados Unidos, la cercarían para tratar de impedir su expansión.”[16]
Otros analistas como Zbigniew
Brzezinski, asesor de seguridad nacional del presidente Jimmy Carter (1977- 1981),
son mucho más escépticos acerca de la capacidad de China de desafiar seriamente
la hegemonía norteamericana, sobre todo cuando las predicciones se basan (como
posiblemente las de Mearsheimer) en “la confianza mecanicista en las
proyecciones estadísticas”.[17] Con todo, Brzezinski es uno de los que alega
con mayor energía que el desafío que enfrenta la clase dominante norteamericana
desde el fin de la Guerra Fría es el de conservar su liderazgo sobre los
estados capitalistas occidentales y extenderlo para incorporar a las demás
Grandes Potencias. El principal triunfo geopolítico del gobierno de Clinton
(1993-2001) consistió en mantener una hegemonía norteamericana reorganizada en
Eurasia. Esto se vio facilitado en gran medida por el contexto económico.
Durante la mayor parte de los 90, la economía norteamericana conoció un boom
que fue adquiriendo fuerza a lo largo del decenio.[18] En ese mismo período, la
economía alemana se estancó y la japonesa sufrió la caída deflacionaria más
grave de cualquier estado capitalista importante desde los años 30. Este cambio
relativo de la relación de fuerzas económica a favor de Estados Unidos se vio
reforzado por el uso selectivo de la fuerza militar por parte del gobierno de
Clinton. El bombardeo de Serbia por la OTAN en 1995 a raíz de la cuestión de
Bosnia y – en escala mucho mayor–de Kosovo en 1999 sirvieron para poner de
manifiesto la dependencia de la Unión Europea de la conducción política y la
fuerza militar norteamericanas para resolver las crisis, incluso en su propio
patio trasero balcánico.
La expansión de la OTAN hacia Europa
oriental y central durante la guerra de los Balcanes de 1999 cumplió una triple
función: 1) mantuvo la posición de Estados Unidos, ganada durante la Guerra
Fría, de potencia dominante en Europa Occidental y la extendió hacia el este;
2) legitimó la penetración en la zona estratégica y económicamente clave del
Asia Central por una OTAN, ya bajo la conducción norteamericana, y ahora
autorizada a realizar operaciones “extrazona”; 3) redundó en una nueva estrategia
para cercar a Rusia, que en opinión de los autores de la política
norteamericana, difícilmente se transformaría en una democracia liberal
próspera y por lo tanto debería ser contenida.[19] Los resultados de la primera
prueba que enfrentó la nueva OTAN contra Serbia fueron equívocos, en el mejor
de los casos, ya que el bombardeo (que causó escasos daños graves al ejército yugoslavo)
fue sólo uno entre varios factores que llevaron a Milosevic a abandonar Kosovo:
la negativa rusa a respaldarlo y su presión para que llegara a un acuerdo fue
un factor de gran peso, por ejemplo. Pero fue en la guerra de los Balcanes que
se invocó con mayor insistencia la ideología de la intervención humanitaria,
sobre todo por parte de Blair, que afirmaba el derecho de la “comunidad
internacional” –en este caso, Estados Unidos y sus aliados europeos– de
atropellar las soberanías nacionales y librar la guerra, ostensiblemente al
menos, para castigar a los “Estados facinerosos” que violan los derechos
humanos.[20]
A primera vista, pareciera que el
gobierno de Clinton aplicó una estrategia multilateralista. Pero los
verdaderos motivos de la estrategia fueron expuestos con la mayor
claridad por Brzezinski, uno de los arquitectos principales de la expansión de
la OTAN. En The Grand Chessboard señaló que esta estrategia
encajaba dentro de de un enfoque más amplio cuya finalidad era mantener la
dominación norteamericana mediante una política continental de dividir para
dominar. Brzezinksi emplea el lenguaje del imperio (“La supremacía global
norteamericana evoca de alguna manera a imperios anteriores”), al abogar por la
construcción de coaliciones para incorporar y subordinar a rivales en potencia
como Alemania, Rusia, China y Japón:
“A corto plazo, conviene a Estados
Unidos consolidar y perpetuar el pluralismo geográfico imperante en el mapa de
Eurasia. Esto reconoce el valor de la maniobra y la manipulación para impedir
el surgimiento de una coalición hostil que, con el tiempo, desafiaría la
supremacía norteamericana, por no mencionar la posibilidad remota de que algún
Estado en particular intentara hacerlo. A mediano plazo [en los próximos veinte
años], se debe hacer hincapié cada vez más en el surgimiento de socios más
importantes pero a la v ez más estratégicamente compatibles que, bajo una
conducción norteamericana, ayudarían a forjar un sistema de seguridad
transeurasiático más dispuesto a la colaboración. Más adelante, en un plazo
mucho más largo, lo anterior podría llevar a un núcleo de responsabilidad
política auténticamente compartida.”[21]
Es importante comprender que a pesar
del énfasis que pone en la construcción de coaliciones (y la disposición de
Brzezinski a visualizar la posibilidad de una relación de auténtica cooperación
entre las Grandes Potencias en un futuro muy remoto), la estrategia del
gobierno de Clinton no puede considerarse multilateralista, al menos en términos
sencillos. Promover la expansión de la OTAN y la UE sirvió para mantener la
hegemonía norteamericana en Eurasia, no para crear una alternativa a ella.
Clinton y sus asesores eran al decir de un conservador norteamericano,
“multilateralistas funcionales”: “Los norteamericanos prefieren actuar con la
sanción y el apoyo de otros países, si es posible. Pero tienen fuerza
suficiente para actuar por su cuenta si necesitan hacerlo.”[22] Estados Unidos
inició la guerra de los Balcanes de 1999 bajo la égida de la OTAN, sin acudir
al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El gobierno de Clinton ya había
desairado a la ONU cuando bombardeó Irak en 1998 con el apoyo de Gran Bretaña y
Kuwait. Madeleine Albright, la secretaria de Estado de Clinton que se destacaba
por su ineptitud y arrogancia, justificó un ataque previo a Irak con misiles
crucero con el siguiente argumento: “Si tenemos que usar la fuerza, es porque
somos Estados Unidos.Tenemos nuestro orgullo. Miramos hacia un futuro más
lejano.”[23] Esta clase de soberbia imperialista provocó la siguiente
advertencia por parte de Samuel Huntington, veterano servidor del Estado
norteamericano: “Al actuar como si éste fuera un mundo unipolar, Estados Unidos
se encuentra cada vez más solo en el mundo... Mientras denuncia a diversos
países como ‘Estados facinerosos’, Estados Unidos se convierte a los ojos de
muchos en la superpotencia facinerosa.”[24]
La doctrina de Bush: “represalias
preventivas”
La superpotencia facinerosa se ha
lanzado al asalto rabioso. Las atrocidades terroristas del 11 de septiembre del
2001 representaron lo que el politólogo norteamericano Chalmers Johnson llamó
una “explosión de revés”. La reacción que provocó el poder imperial
norteamericano, sobre todo en el Oriente Medio, ya había costado la vida a miles
de civiles norteamericanos inocentes.[25] Pero los atentados en Nueva York y
Washington dieron al gobierno de Bush hijo un margen mucho mayor que antes para
seguir una estrategia global cualitativamente más unilateralista que la
de sus antecesores.
El desdén del gobierno por la
construcción de coaliciones quedó manifiesto en su actitud hacia la OTAN. El 12
de septiembre del 2001, la Alianza del Atlántico Norte invocó, por primera vez
en su historia, el artículo 5 del tratado de 1949 que creó la OTAN, al declarar
que todos los Estados miembros de la alianza se consideraban víctimas de los
ataques a Estados Unidos. Bush aceptó esta declaración de solidaridad junto con
una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, pero el Pentágono ni
siquiera imbricó a la OTAN en su guerra contra Afganistán. La OTAN, que dos
años antes había sido el instrumento preferido por Washington para su
intervención en los Balcanes, esta vez tratada con el desdén que los
norteamericanos suelen reservar para la ONU. La Estrategia de
seguridad nacional le dedica apenas tres párrafos.
Esta preferencia por la acción
unilateral reflejaba en primera instancia el golpe simbólico grave sufrido por
el poder estadounidense el 11 de septiembre. Después de los ataques
espectaculares a su centro financiero y al cuartel general de sus
fuerzas armadas, era imprescinidible que el Estado norteamericano devolviera el
golpe directamente, sin acudir a las fuerzas de seguridad internacionales. El
poder norteamericano había sido violado: el poder norteamericano debía
vengarse. Ya durante la guerra de los Balcanes de 1999, los jefes del Pentágono
expresaban su impaciencia ante los procedimientos torpes y lentos de la OTAN.
Pero desde la caída de Kabul en noviembre del 2001, resultaba claro que el
gobierno de Bush iba a utilizar la “guerra contra el terrorismo” para
justificar una estrategia geopolítica mucho más agresiva que emplearía
el poder militar para eliminar ciertas amenazas e intimidar a todos.
El primer paso fue la ampliación de
los objetivos de la guerra, anunciada por Bush en su discurso sobre el Estado
de la Nación el 29 de enero del 2002. Al reafirmar que “nuestra guerra contra
el terror apenas comienza”, Bush declaró que, además de atacar directamente las
redes terroristas, “nuestro segundo objetivo es impedir que los regímenes que
patrocinan el terror amenacen a Estados Unidos, nuestros amigos o nuestros
aliados con armas de destrucción masiva”, y designó a Irán, Irak y Corea del
Norte como integrantes de un “eje del mal”.[26] El subsecretario de Estado John
Bolton posteriormente extendió la red para incluir a Libia, Siria y Cuba como “Estados
patrocinadores del terrorismo que están construyendo o tienen los medios para
construir armas de destrucción masiva”.[27]
Pero la plena envergadura de la estrategia
del gobierno se dejó ver claramente cuando Bush anunció, en un discurso en la
academia militar de West Point el 1 de junio del 2002, lo que el Financial
Times llamó “una doctrina totalmente nueva de acción preventiva”.[28] Bush
dijo:
“Durante buena parte del siglo
pasado, la defensa de Estados Unidos se basó en las doctrinas de la Guerra Fría
de disuasión y contención. En algunos casos, esas estrategias siguen vigentes.
Pero nuevas amenazas requieren ideas nuevas. La disuasión –la promesa de
represalias en gran escala contra las naciones– no tiene sentido contra furtivas
redes terroristas que no tienen nación ni ciudadanos que defender. La
contención no es posible cuando dictadores desequilibrados que poseen armas de
destrucción masiva podrían lanzarlas con misiles o proveerlas clandestinamente
a sus aliados terroristas.
“No podemos defender a Estados
Unidos y nuestros amigos con esperanzas. No podemos confiar en la palabra de
los tiranos, que solemnemente firman tratados de no proliferación y los violan
de manera sistemática. Si esperamos a que se realicen plenamente las amenazas,
habremos esperado demasiado tiempo. (Aplausos.) “La defensa interior y la
defensa antimisilística son parte de la seguridad reforzada, prioridades
esenciales para Estados Unidos. Pero la guerra contra el terror no se gana a la
defensiva. Debemos llevar la batalla al terreno del enemigo, desbaratar sus
planes, enfrentar las peores amenazas antes de que surjan. (Aplausos.) En el
mundo en que hemos entrado, el único camino hacia la seguridad es el camino de
la acción. Y esta nación actuará.”(Aplausos).[29]
La “doctrina Bush” de las
“represalias preventivas” (como la llamó un funcionario del gobierno) está consagrada
en la National Security Strategy: “Si bien Estados Unidos tratará
constantemente de obtener el apoyo de la comunidad internacional, no
vacilaremos en actuar por nuestra cuenta, si es necesario, para ejercer nuestro
derecho de autodefensa mediante la acción preventiva.”[30] La primera prueba de
esta doctrina es Irak. La política norteamericana en el Medio Oriente después
de la guerra del Golfo Pérsico de 1991 fue de “contención doble”, diseñada para
aislar a Irán e Irak. En el caso de este último, se aplicó una combinación de
sanciones económicas y bombardeos para mantener el régimen del Ba’ath de Saddam
Hussein débil y a la defensiva. Para fines de los 90, esta política se
derrumbaba desde el punto de vista diplomático ya que tanto Francia y Rusia,
miembros permanentes del Consejo de Seguridad, como los Estados árabes
mostraban un creciente interés en fortalecer sus vínculos económicos y
diplomáticos con Irak. Para mantener el aislamiento de Irak, Washington y
Londres se vieron obligados a tomar medidas unilaterales, en particular la
intensificación de la campaña de incursiones aéreas.[31]
Ya en el 2000, Condoleezza Rice
(entonces profesora en la Universidad de Stanford y asesora del candidato Bush)
abogaba por la prolongación de esta política. En alusión a “Estados
facinerosos” como Irak y Corea del Norte, escribió:
“Estos regímenes viven en tiempo
prestado, no debe haber sensación de pánico con respecto a ellos. Antes bien, la
primera línea de defensa debería ser una declaración clara y clásica de
disuasión: si adquieren armas de destrucción masiva, no podrán usarlas porque
cualquier intento en ese sentido provocará la aniquilación nacional.”[32]
Cuandio se le cuestionó
recientemente acerca de estas afirmaciones, Rice bromeó a la defensiva que “los
académicos pueden escribir cualquier cosa”, y se respaldó en la espantosa
advertencia del 11-9.[33] El argumento no es persuasivo. La fusión que
presentan Bush y Blair entre regímenes como el de Saddam y la red terrorista
al- Qaida pasa por alto que no se ha encontrado la menor prueba que vincule a
Irak con el 11 de septiembre. Nada de lo sucedido desde esos atentados altera
el hecho de que un Estado que montara un ataque nuclear, químico o biológico
contra Estados Unidos cometería suicidio nacional. Y desde luego, las
acusaciones sobre armas de destrucción en masa pasa por alto los enormes
arsenales nucleares de Estados Unidos y otras potencias dominantes, así como el
desarrollo de esas armas por Estados estrechamente alineados con Washington
como Israel y Pakistán. Para comprender la Doctrina Bush, es necesario echar
una mirada más profunda al gobierno de Bush mismo.
Bush II: la derecha republicana toma
el timón
Al principio se solía presentar el
gobierno de Bush hijo como una continuación del de su padre. Así, se dice que la
guerra prevista contra Irak busca saldar una vieja cuenta familiar. Pero esta
clase de interpretaciones son fundamentalmente erróneas. [34] Si bien varios
altos funcionarios del gobierno actual –en particular el vicepresidente Dick
Cheney, el secretario de Estado Colin Powell y el de Defensa Donald Rumsfeld–
cumplieron funciones importantes bajo Bush padre entre 1989 y 1993,
ideológicamente Bush II se remonta a la era de Ronald Reagan, presidente
durante la última etapa de la Guerra Fría, de 1981 a 1989. Fue Reagan quien
denunció a la Unión Soviética como un “imperio del mal” y autorizó a la CIA y
el Pentágono a que respaldaran guerrillas derechistas contra regímenes
nacionalistas del Tercer Mundo en Nicaragua, Angola y Afganistán, que según Washington
se habían alineado con el bando equivocado en la Guerra Fría.[35] El
archicínico Henry Kissinger sintetizó en estos términos de admiración la
política exterior reaganiana: “La sublime retórica wilsoniana en apoyo a la
libertad y la democracia era matizada con un realismo casi maquiavélico... la
Doctrina Reagan se resumía en la estrategia de ayudar al enemigo del
enemigo: Richelieu la hubiese aprobado” (uno de los beneficiarios de esta estrategia
fue Osama bin Laden).[36]
Bush hijo evidentemente ha adoptado
el estilo personal de Reagan, el gran comunicador campechano que se concentró
en pintar a grandes brochazos y limitarse a las cuestiones de más importancia
(desde el punto de vista de la derecha republicana).Es más; la política del
reaganismo es el eje central de su gobierno. Bush padre era producto de la
elite intelectual del este; el tono de su política exterior lo daba el
secretario de Estado James Baker, quien construyó una gran coalición basada en
la autoridad del Consejo de Seguridad de la ONU para librar la guerra contra
Irak y negó a Israel una garantía para préstamo de 10.000 millones de dólares
para obligar al primer ministro derechista Yitzhak Shamir a participar en la
conferencia de paz de Madrid con la Organización para la Liberación de
Palestina.[37]
Cheney, el secretario de la Defensa
de Bush padre, era entonces una figura relativamente aislada. En marzo de 1992,
el diario New York Times obtuvo copia de un documento del Pentágono
sobre política de defensa. En lo principal, anticipaba la estrategia de
seguridad nacional de Bush hijo: “Nuestro primer objetivo es impedir el resurgimiento
de un nuevo rival... que represente un desafío de la magnitud de la Unión
Soviética... Nuestra estrategia debe cambiar de enfoque y concentrarse
en impedir el surgimiento de un futuro competidor global en potencia.”[38] Uno
de los autores del documento (que fue repudiado por el gobierno del primer
Bush) era Paul Wolfowitz, hoy lugarteniente de Rumsfeld. Según Frances
Fitzgerald, Rumsfeld era “el mentor de Cheney en Washington, su amigo de más de
treinta años. Como jefe de personal y luego secretario de Defensa de [el presidente
Gerald] Ford, Rumsfeld provocó un fuerte viraje a la derecha del gobierno de
Ford [1974-1977] y frustró el intento de [el secretario de Estado] Kissinger de
firmar el tratado SALT II” que reducía los arsenales nucleares de las
superpotencias.[39]
Hoy, Cheney, Rumsfeld, y Wolfowitz
conforman el núcleo de un grupo de intelectuales republicanos de derecha que
determina la política del gobierno de Bush, junto con Condoleezza Rice en el
Consejo Nacional de Seguridad; el subsecretario de Estado de Control de Armas y
Asuntos Internacionales, John Bolton; y Richard Perle, el legendario “príncipe
de las tinieblas” derechista bajo Reagan, hoy presidente de la Junta de
Política de Defensa, un organismo asesor. Como dice Fitzgerald, “la que había
sido una posición minoritaria en el gobierno del primer Bush se había
convertido en mayoritaria en el segundo”.[40] Ahora Colin Powell, jefe del
Estado Mayor Conjunto y arquitecto de la guerra del Golfo Pérsico de 1991 bajo
Bush padre, queda aislado cuando aboga por la construcción de una coalición. La
posición de Powell tuvo alguna influencia en el período inmediato posterior al
11 de septiembre, pero últimamente está siendo marginado cada vez más por los
unilateralistas de derecha. ¿Cuál es el plan de éstos?
Como dice James Fallows, la visión
de la derecha “se define por el pesimismo, el optimismo y la impaciencia ante
los formalismos”.[41] El pesimismo se refleja principalmente en la presunción
de que la supremacía norteamericana podría verse enfrentada en poco tiempo al
surgir competidores de su mismo rango. Wolfowitz expresó este punto de vista en
un ensayo que escribió en la época de Clinton. Allí comparó el triunfalismo
post- 1989 sobre la victoria del capitalismo liberal y el Fin de la Historia
con la posición, muy difundida a fines del siglo XIX, de que la guerra se había
vuelto obsoleta debido al crecimiento económico y la integración internacional:
“El fin de este siglo se asemeja al fin del anterior en otro sentido
importante, pues en el umbral del siglo XXI, pone en tela de juicio las grandes
esperanzas de paz y prosperidad. Junto con el progreso notable y pacífico que
se producía a fines del siglo pasado, el mundo abordaba –más precisamente, no
lograba controlar– el surgimiento de nuevas grandes potencias. No sólo Japón se
volvía poderoso en Asia, sino que Alemania, que ni siquiera existía antes de
fines del siglo XIX, se convertía en una fuerza dominante en Europa.
“Hoy, el mismo crecimiento económico
espectacular que reduce la pobreza, extiende el comercio y crea nuevas clases
medias también está generando nuevas potencias económicas y posiblemente
militares. Esto sucede sobre todo en Asia... El surgimiento de China
presentaría por sí solo problemas de magnitud; el surgimiento de China junto
con otras potencias asiáticas presenta una ecuación sumamente compleja. En el
caso de China, existe el factor de su evidente marginalidad. Comparándolo con
el fin de siglo anterior, se presenta la analogía evidente y perturbadora [con]
la posición de Alemania, un país convencido de que le habían negado su ‘lugar
al sol’, de que las demás potencias lo habían tratado mal y que estaba resuelto
a ocupar el lugar que le correspondía mediante la afirmación nacionalista.”[42]
Esta visión histórico-mundial
respalda la preocupación del equipo de Bush por afirmar el poder militar norteamericano
e impedir el surgimiento de retadores. Como dijo Zalmay Khalilzad, colaborador
de Cheney en los 90 y ahora asesor especial del presidente para asuntos del
Oriente Próximo, el Sudeste Asiático y el Norte de Africa, “corresponde a los
intereses vitales de Estados Unidos estar dispuesto a usar la fuerza en caso de
necesidad” para “prevenir el surgimiento de otro rival global en un futuro
indeterminado”.[43] Una comisión creada por el grupo derechista Proyecto para
un Nuevo Siglo Norteamericano (y que incluye a Wolfowitz junto con toda una galería
de ideólogos republicanos) advirtió en el 2000:
“En la actualidad Estados Unidos no
enfrenta un rival global. La estrategia general norteamericana debería apuntar
a conservar y extender esta posición ventajosa lo más posible hacia el futuro.
Sin embargo, existen Estados potencialmente poderosos descontentos con la
situación actual y desesperados por cambiar, si pueden, con coinsecuencias que
pondrán en peligro la situación relativamente pacífica, próspera y libre que
disfruta el mundo hoy. Hasta ahora, les ha disuadido el poderío y la presencia
global de la fuerza armada norteamericana. Pero a medida que decae ese poderío,
en términos tanto relativos como absolutos, las condiciones felices que derivan
de él se verán inevitablemente socavadas.”[44]
Así, el impulso para mantener la
hegemonía norteamericana corresponde a una visión de debilidad potencial a largo
plazo. Pero lo sustenta una confianza que deriva en parte del desenlace de la
Guerra Fría. Como dice Fallows: “La confianza radica en la convicción de que
Estados Unidos puede ganar si enfrenta a los enemigos ‘malignos’. Prueba de
ello es, claro está, la caída de la Unión Soviética. Ronald Reagan ganó la
presidencia, no con invocaciones a la distensión sino con llamados a lograr la
victoria total sobre el ‘imperio del mal’. Diez años después, el imperio había
desaparecido. Casi todos los miembros actuales de la conducción de la defensa
eran integrantes del equipo de Reagan. El recuerdo de ese triunfo subyace la
promesa de George W. Bush de que los terroristas no sólo serán contenidos, como
los narcotraficantes, sino derrotados como los nazis y los soviéticos.”[45]
Esta confianza es reforzada por los
éxitos de las fuerzas armadas en la posguerra fría, en particular por el papel de
la fuerza aérea en la victoria contra Irak en 1991, Yugoslavia en 1999 y
Afganistán en el 2001.[46] Aun antes del 11 de septiembre, Rumsfeld peleaba por
una transformación de las fuerzas armadas ante la resistencia del Pentágono.
Para ello utilizaba la llamada “revolución en los asuntos militares”
posibilitada en particular por el desarrollo de la tecnología informática, con
el fin de reorganizar las fuerzas armadas norteamericanas en unidades especializadas
relativamente pequeñas, apoyadas por distintas formas de poder aéreo con
municiones de precisión. En un discurso clave de enero del 2002, Rumsfeld
comparó el asalto a Mazaar-e-Sharif por la Alianza del Norte y las Fuerzas
Especiales norteamericanas durante la guerra de Afganistán con la Blitzkrieg
nazi de 1939-41: “Lo revolucionario e inédito en la Blitzkrieg no
radicaba en los nuevos recursos empleados por los alemanes, sino más bien en la
forma revolucionaria e inédita de mezclar recursos nuevos y existentes.
Asimismo, la batalla por Mazaar provocó transformaciones.
“Las fuerzas coaligadas utilizaron
recursos militares existentes, desde las más modernas armas guiadas por láser
hasta antigüedades como los B-52 de hace 40 años, e incluso lo más
rudimentario, un hombre a caballo. Los usaron de maneras inéditas, con
consecuencias desastrosas para las posiciones enemigas, la moral enemiga, y
esta vez, para la causa del mal en el mundo.”[47]
La misma fe en la destreza militar
norteamericana se refleja en la afirmación de Richard Perle, de que bastarían apenas
40.000 soldados norteamericanos para derrocar a Saddam: “Me sorprendería que
necesitáramos esos 200.000 soldados de los que suele hablar la prensa. Una
fuerza mucho menor, integrada principalmente por fuerzas especiales con el
respaldo de algunas unidades regulares, debería ser suficiente.”[48] Después de
derrocar a los Talibán, el equipo de Bush se cree capaz de cualquier cosa.
Estados Unidos contra Europa
Esta certeza explica lo que Fallows
llama su “impaciencia con los formalismos”. En primer lugar, están aún menos
dispuestos que sus predecesores demócratas o republicanos a respetar las
instituciones internacionales. John Bolton resumió esta actitud cuando dijo:
“No existen las Naciones Unidas. Existe una comunidad internacional que puede
ser dirigida por la única potencia verdadera que queda en el mundo, que es
Estados Unidos, cuando conviene a nuestros intereses y cuando podemos conseguir
que otros nos sigan.”[49]
Esta posición no representa tanto
una ruptura con el pasado como un cambio de énfasis: como hemos visto, el gobierno
de Clinton estaba perfectamente dispuesto a soslayar a la ONU y tomar medidas
unilaterales cuando lo consideraba necesario. Pero el gobierno de Bush hijo
expresa con mayor franqueza su desdén por los demás Estados capitalistas
principales de Europa Occidental y Asia oriental. Enfrentó desde sus comienzos
una serie de conflictos con la Unión Europea en torno del protocolo de Kioto,
el comercio (particularmente al imponer tarifas sobre el acero) y la oposición
norteamericana al Tribunal Internacional en lo Criminal. El desprecio implícito
de la derecha republicana por los europeos fue expresado con franqueza por
Perle, quien como asesor ad honorem del gobierno puede darse el lujo de la
indiscreción. Cuando se le preguntó si Estados Unidos necesitaba el respaldo de
la UE para derrocar a Saddam, respondió:
“El mismo fenómeno en virtud del
cual los europeos toleran a Saddam Hussein –es decir, toleran a quien esté en
el poder– los llevará a apoyar al régimen que suceda a Saddam. Cambiarán
rápidamente... Harán lo que convenga a sus intereses. Quiero decir, que ahora
están atestando los hoteles de Bagdad para firmar contratos que entrarán en
vigencia cuando se levanten las sanciones. Estarán en los mismos hoteles,
buscando los mismos contratos, con el próximo régimen.”[50]
A veces, este desdén por Europa se
vuelve hostilidad lisa y llana, como lo evocó vívidamente Anatol Lieven, un
periodista británico vinculado con la derecha republicana, inmediatamente
después del 11 de septiembre: “Poco después de que asumió poder el gobierno de
Bush en enero, fui a almorzar en un lujoso restaurant de Nueva York con un
grupo de jefes de redacción y periodistas de un influyente diario de derecha.
Los platos y el vino eran sumamente caros, el decorado lujoso pero discreto, la
clientela muy bien vestida y buena parte de la conversación alcanzaba un grado
de demencia más que mediano. Con respecto a la mayor parte del mundo fuera de Estados
Unidos, la actitud de mis anfitriones era una combinación de repugnancia,
desprecio, desconfianza y miedo: no sólo hacia los árabes, rusos, chinos,
franceses y otros, sino hacia los ‘gobiernos socialistas europeos’, cualquiera
que fuese el significado de esa expresión. Esto iba acompañado de un fuerte
deseo –al menos teórico– de lanzar acciones militares contra una amplia gama de
países del mundo.”[51]
Según Lieven, un importante político
republicano preguntó: “¿Quién dice que tenemos valores comunes con los europeos?
Ni siquiera van a la iglesia.” Robert Kagan, colega de Lieven en el instituto
conservador de investigaciones Carnegie Endowment for International Peace, ha
desarrollado un análisis un tanto más sutil, según el cual la tendencia
norteamericana hacia el unilateralismo y la posición firme de los europeos a
favor del multilateralismo derivan de la “brecha de poder” entre los dos
bandos:
“El problema transatlántico actual
no es un problema de George Bush, sino un problema de poder. El poderío militar
norteamericano ha generado una inclinación a utilizar esa fuerza. La debilidad
de Europa ha generado un rechazo perfectamente comprensible hacia el ejercicio
del poder militar. Por el contrario, ha dado lugar a un fuerte interés europeo
por habitar un mundo donde la fuerza no importa, donde predominan el derecho y
las instituciones internacionales, donde está vedada la acción unilateral por
parte de sectores poderosos, donde todas las naciones independientemente de su
fuerza gozan de igualdad de derechos y están bajo la protección igualitaria de
normas internacionales de conducta acordadas en común. Los europeos están
profundamente interesados en devaluar y finalmente erradicar las leyes brutales
de un anárquico mundo hobbesiano donde el poder es el determinante de última
instancia de la seguridad y prosperidad nacionales.”[52]
Kagan sostiene que estas
consecuencias de las diferencias de poder material entre Estados Unidos y
Europa se vieron reforzadas por el desarrollo, a través de la integración
europea, de instituciones multilaterales que alientan la conciliación de los
intereses nacionales. Pero Europa pudo dominar las rivalidades interestatales
por hallarse bajo el paraguas militar norteamericano:
“Gracias a la seguridad que le da
Estados Unidos, el gobierno supranacional europeo no tiene necesidad de brindarla...
La situación actual abunda en ironías. El rechazo de la política del poder por
los europeos y su desdén por la fuerza militar como herramienta de las
relaciones internacionales dependen de la presencia de las fuerzas armadas
norteamericanas en tierra europea. El nuevo orden kantiano de Europa sólo pudo
florecer bajo el paraguas del poder norteamericano ejercido según las reglas
del antiguo orden hobbesiano. Gracias al poder norteamericano, los europeos
pudieron creer que el poder dejaba de ser importante”.[53]
Sobre la base de esta tesis, Kagan
critica la idea, expuesta por Francis Fukuyama y sus discípulos, como el diplomático
británico Robert Cooper, de que con el Fin de la Historia el capitalismo
avanzado ha entrado en una era “posmoderna, poshistórica”, en la cual la guerra
es obsoleta dentro de este bloque, aunque la amenaza aún existe en las regiones
“modernas” o aún “premodernas” del mundo.[54] Tal vez Europa pudo
trascender la historia, sostiene Kagan, pero “aunque Estados Unidos ha cumplido
la función clave de introducir a Europa en el paraíso kantiano, y todavía
cumple un papel al hacer posible ese paraíso, él mismo no puede ingresar en él.
Mantiene la guardia en las murallas, pero no se le permite atravesar los
portones. A pesar de su vasto poderío, Estados Unidos sigue atrapado en la
historia, debe hacerse cargo de los Saddam y los ayatolás, los Kim Jong Il y
los Jiang Zemin, mientras otros recogen los beneficios.”[55]
Esta imagen que tienen los
estadounidenses de sí mismos como sentinelas abnegados mientras los europeos corretean
despreocupados por el paraíso posmoderno naturalmente genera encono. Algunas de
las tensiones subyacentes afloraron en septiembre del 2002 cuando el canciller
alemán Gerhard Schroeder, en peligro de perder las elecciones federales,
orientó al Partido Socialdemócrata hacia una firme oposición a un ataque
norteamericano a Irak. Cuando la ministra de Justicia alemana comparó a Bush
con Hitler, Condoleezza Rice dijo que “se ha creado una atmósfera
envenenada”.[56] Mientras Schroeder festejaba en Berlín su victoria por margen
estrecho, Donald Rumsfeld repetía la protesta en una reunión de la OTAN en
Varsovia. Richard Perle fue más allá al declarar que lo mejor que podía hacer
Schroeder para restaurar las relaciones germano-estadounidenses era renunciar.[57]
Imperialismo libremercadista
Con esta visión histórico-mundial,
el equipo de Bush está convencido de que se les ha abierto una ventana de oportunidad
para usar la supremacía militar y así consolidar la posición del capitalismo
norteamericano a largo plazo. El 11 de septiembre y la “guerra contra el
terrorismo” han creado la oportunidad para esta campaña, pero Estados Unidos
busca peces mucho más gordos que el esquivo bin Laden y su red al-Qaida. Un
pasaje clave de la Estrategia de Seguridad Nacional del
gobierno de Bush advierte: “Estamos atentos a la posible renovación de los antiguos
patrones de competencia entre las grandes potencias. Varios aspirantes a
grandes potencias están en período de transición interna, en particular Rusia,
la India y China.” Aunque repite que estas potencias comparten ciertos
intereses y valores con Estados Unidos, el documento apunta concretamente a
Pekín: “Un cuarto de siglo después de empezar a despojarse de los peores rasgos
del legado comunista, los gobernantes chinos todavía no han pasado a la serie
siguiente de decisiones fundamentales sobre el carácter del Estado. En su
búsqueda de recursos militares avanzados capaces de amenazar a sus vecinos de
la región del Pacífico asiático, China sigue un camino anticuado que en
definitiva impedirá la búsqueda de su grandeza nacional. Con el tiempo, China
descubrirá que la libertad social y política es la única fuente de esa
grandeza.”[58] Dicho de otra manera, el consenso entre las Grandes Potencias al
que aspiran Bush y sus asesores debe estar basado en las condiciones impuestas
por Estados Unidos. Esto es así en la esfera militar. Tío Sam es el único
autorizado a desarrollar “recursos militares avanzados”. Según la comisión de estrategia
para la defensa de la derecha republicana: “En última instancia, la magnitud y
el carácter de nuestras fuerzas nucleares no debe obedecer a la paridad
numérica con los recursos rusos sino al mantenimiento de la superioridad
estratégica norteamericana, y con esa superioridad, la capacidad de disuadir posibles
coaliciones hostiles de potencias nucleares. No hay motivos por avergonzarse de
la superioridad nuclear de Estados Unidos, que antes bien, será un factor
esencial para conservar la supremacía norteamericana en un mundo complejo y
caótico.”[59]
A la luz de semejantes declaraciones,
no es casual que Rusia y China teman que la denuncia del Tratado contra Misiles
Balísticos (ABM) y la construcción de un Sistema Nacional de Defensa
Misilística por el gobierno de Bush tengan por objeto otorgar a Estados Unidos
la capacidad de dar el primer golpe nuclear, con el fin de perpetuar la supremacía
norteamericana. En octubre del 2002, Paul Wolfowitz se jactó de los “progresos
veloces” en el desarrollo de la Defensa Misilística Nacional: “Por fin, Estados
Unidos está en libertad de desarrollar las defensas misilísticas sin las
limitaciones artificiales de un anticuado tratado de 30 años con un país que ya
no existe.”[60] El Estudio sobre Posición Nuclear del gobierno, divulgado a
principios del mismo año, nombraba a Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Irak,
Siria y Libia como adversarios nucleares en potencia y proponía la integración
de las armas nucleares con las convencionales: por ejemplo, el agregado de
ojivas nucleares a los misiles antibúnker diseñados para matar a gobernantes
enemigos como Saddam Hussein.[61]
Al mismo tiempo, la guerra contra el
terrorismo brindaba a Estados Unidos la oportunidad de instalar una serie de
bases militares en el Asia Central –una región que le estuvo vedada durante la
Guerra Fría– y regresar a Filipinas, donde había clausurado sus bases a
principios de los 90.[62] La Estrategia de Seguridad Nacional
destaca que éste no es un proceso temporario: “Para afrontar la incertidumbre y
los muchos desafíos de seguridad, Estados Unidos necesitará bases y
destacamentos dentro y más allá de Europa Occidental y el Noreste Asiático, así
como dispositivos de acceso temporario para el despliegue de sus fuerzas a
larga distancia.”[63] Nadie puede reprochar a los gobernantes chinos por ver en
estas medidas la primera etapa de una estrategia destinada a cercarlos.
Con todo, es importante advertir que
la estrategia general del gobierno de Bush no apunta solamente a
mantener la preeminencia geopolítica global de Estados Unidos sino también a
imponer el modelo angloamericano del capitalismo libremercadista en el mundo.
El prólogo de Bush a la Estrategia de Seguridad Nacional afirma
desde el principio: “Las grandes contiendas del siglo XX entre la libertad y el
totalitarismo culminaron en una victoria decisiva para las fuerzas de la
libertad, y dejaron un único modelo sustentable para el éxito nacional:
libertad, democracia y libre empresa.” A continuación, Bush afirma su intención
de “crear un nuevo equilibrio de poder que favorece la libertad humana;
condiciones en las que todas las naciones y sociedades puedan escoger para sí
mismas las gratificaciones y los desafíos de la libertad política y económica.”
Un capítulo entero del documento esboza las políticas neoliberales que “pondrán
en marcha una nueva era de crecimiento global por medio de los mercados libres
y el libre comercio”. El documento advierte: “La estrategia de seguridad
nacional estadounidense se basará en un internacionalismo particularmente
norteamericano que refleja la unión de nuestros valores y nuestro éxito nacional.”
Es en verdad un internacionalismo muy particular el que concede a los pueblos
la libertad de optar por el “único modelo sustentable para el éxito nacional”:
el capitalismo liberal al estilo norteamericano. Se podrá evitar una nueva era
de competencia entre Grandes Potencias siempre y cuando los posibles
desafiantes como Rusia y China adopten los “valores comunes”, es decir, claro
está, los valores capitalistas liberales norteamericanos.[64] El economista
Robert Wade, liberal de izquierda, ha dibujado un retrato notable de la
estructura de la economía mundial desde el derrumbe del sistema de Bretton
Woods a principios de los 70 y en qué medida ha favorecido los intereses del
imperialismo norteamericano:
“Supongamos que tú eres un emperador
romano moderno, cabeza del país más poderoso de un mundo de Estados soberanos y
mercados internacionales. ¿Qué clase de economía política internacional crearás
para que, sin necesidad de matonear demasiado, las fuerzas normales del mercado
sustenten la preeminencia económica de tu país, permitan a tus ciudadanos
consumir mucho más de lo que producen y mantengan a raya a los competidores? “Quieres
autonomía para determinar tu tasa de cambio y política monetaria propias, y a
la vez obligar a los demás países a depender de tu apoyo para manejar sus
economías. Quieres la capacidad de provocar volatilidad y crisis económicas en
el resto del mundo con el fin de obstaculizar el crecimiento de los centros que
podrían desafiar tu preeminencia. Quieres que los exportadores del resto del
mundo compitan intensamente entre ellos para darte un flujo de importaciones a
precios constantemente decrecientes con respecto al precio de tus
exportaciones... “¿Qué rasgos permanentes introduces en la economía política
internacional? Primero, la libre movilidad del capital. Segundo, el libre
comercio (exceptuando las importaciones que amenazan las industrias nacionales
cuyo destino puede afectar tu reelección). Tercero, inversiones internacionales
libres de normas discriminatorias que favorezcan a las empresas nacionales por
medio de la protección, las compras públicas, la propiedad estatal u otros recursos,
destacando en particular la libertad de tus empresas para buscar clientela
entre las elites nacionales para la administración de sus bienes financieros,
educación privada, salud, pensiones y cosas afines. Cuarto, tu moneda como
principal moneda de reserva. Quinto, nada de limitaciones a tu capacidad para
crear tu moneda a voluntad (por ejemplo, un vínculo dólar-oro) para que puedas
financiar déficits comerciales ilimitados con el resto del mundo. Sexto,
préstamos internacionales a tasas de interés variables denominados en tu
moneda, lo cual significa que los países prestatarios en crisis tienen que
pagarte más cuando tu capacidad es menor. Esta combinación te permite consumir
mucho más de lo que ellos producen (y provoca inestabilidad y crisis
financieras periódicas en el resto del mundo). Para supervisar el marco
internacional, quieres organizaciones internacionales que aparentan ser cooperativas
de Estados miembros y portan la legitimidad del multilateralismo, pero son
financiadas de manera quelas puedas controlar.”[65]
Esta es una descripción de lo que
Peter Gowan llama el Régimen Dólar-Wall Street (RDWS) mediante el cual los
gobiernos desde Nixon en adelante han tratado de organizar los mercados
financieros globales durante los últimos treinta años.[66] Se exagera su peso
en tres sentidos. En primer lugar, Gowan en particular da una explicación
demasiado conspirativa del desarrollo del RDWS: la casualidad (por ejemplo, el
éxito en modo alguno previsible del plan de privatizaciones de Thatcher) y las
innovaciones de los actores financieros cumplieron un papel importante en esta
historia. Además, como señala con razón Robert Brenner, el dólar no anclado en
el oro como centro del sistema financiero internacional no siempre ha sido
ventajoso para el capitalismo norteamericano. El Acuerdo del Plaza de septiembre
de 1985 entre los Estados capitalistas principales provocó una caída del dólar que
resultó crucial para la recuperación de la competitividad internacional de
Estados Unidos. Pero lo que Brenner llama “el Acuerdo del Plaza inverso”, diez
años después, cuando el gobierno de Clinton adoptó una política de dólar fuerte
para reanimar la deprimida economía japonesa, sentó las bases para la crisis de
rentabilidad del sector manufacturero norteamericano de fines de los 90.[67]
Segundo, las instituciones dominadas por Estados Unidos que rigen el RDWS –lo
que Wade llama el complejo Tesoro EEUU-FMI-Wall Street– en cierta medida proporcionan
“bienes públicos” que favorecen a todas las economías capitalistas
desarrolladas, no sólo la norteamericana: así, multinacionales europeas como
Suez han sido las más beneficiadas por la privatización del agua en el norte y
el sur, exigida por el acuerdo neoliberal llamado Consenso de Washington.
Tercero, esto indica que el capitalismo europeo y japonés, aunque son actores
geopolíticos relativamente marginales, al mismo tiempo son actores económicos
protagónicos, cuyos intereses y reclamos Washington y Wall Street no pueden simplemente
pasar por alto.
Disipada la euforia que rodeó el
boom norteamericano de fines de los 90, y al salir a la luz sus componentes de especulación
y de fraude liso y llano, los elogios a la “Nueva Economía” norteamericana
–cuyo rendimiento, al decir de Alan Greenspan, presidente de la Junta de
Reserva Nacional, le permitía “trascender la historia” – se han desinflado
junto con la burbuja de Wall Street. Brenner destaca que el crecimiento de la
productividad norteamericana durante el boom “no fue decisivamente superior al
de sus principales competidores. Mientras entre 1993 y el 2000 la productividad
del trabajo manufacturero aumentó a una tasa anual del 5,1 por ciento, las de Alemania
Occidental y Francia crecieron a tasas del 4,8 por ciento (hasta 1998) y 4,9
por ciento respectivamente.”[68] Richard Layard extiende esta comparación a las
economías en su conjunto: “En los últimos diez años, la producción por hora ha
crecido más rápidamente en los países de la eurozona que en Estados Unidos, y
en Francia y Alemania es ahora tan alta como en aquél. En términos per cápita, la
producción ha crecido tan rápidamente en la eurozona como en Estados Unidos, en
los últimos diez años y en los últimos tres.”[69] Según el FMI, ¡en el 2001 no
sólo Alemania y Francia sino incluso Italia superaban a Estados Unidos en
producción por hora![70]
La enorme ventaja militar de Estados
Unidos sobre las demás potencias no debe ocultar el hecho de que la competencia
económica, en particular con la UE, está mucho más equilibrada.[71] Esto
implica que la supremacía norteamericana actual depende de un conjunto de
circunstancias altamente contingente y transitorio. Precisamente por ello, los
gobiernos norteamericanos han debido librar una batalla feroz para mantener su
hegemonía –antes sobre el capitalismo occidental, ahora en escala global–
durante la generación pasada. El gobierno de Bush aprovecha la coyuntura actual
para inclinar la balanza aún más a favor del capitalismo norteamericano. Pero, parafraseando
el título del libro de Gowan, esto es un riesgo, y no hay salida garantizada.
“Cambio de régimen” y la política
petrolera
Con todo, la prioridad inmediata
para el equipo de Bush no es enfrentar a los grandes rivales de Estados Unidos sino
derrocar a Saddam Hussein por la fuerza; el proyecto cumplirá dos funciones
principales. Primero, una guerra victoriosa contra Irak serviría pour
encourager les autres: si la fuerza abrumadora norteamericana es capaz de derrocar
al dictador recalcitrante de una potencia menor del Oriente Medio, los que
pretendan competir con Washington en pie de igualdad harán bien en tener
cuidado con lo que hacen. Segundo, el derrocamiento de Saddam cumpliría una
función concreta en el plan ambicioso de por lo menos algunos miembros de la
derecha republicana, de reorganizar el Oriente Medio en su totalidad.
“Lo que la gente no termina de
comprender aquí es que después de Irak tienen una larga lista de países que quieren
reventar”, dice el especialista en defensa John Pike acerca de Richard Perle y
sus congéneres. “Irak no es el capítulo final sino el inicial.”[72] Uno de los
primeros en la lista de blancos es Arabia Saudí. En julio del 2002, Perle
provocó una conmoción cuando presentó ante la Junta de Política de la Defensa a
Laurent Murawiec, analista de la RAND Corporation y antiguo seguidor de Lyndon
LaRouche, el notorio teórico conspirativista que se desplazó sin esfuerzo de la
extrema izquierda a la extrema derecha de la política norteamericana. El
organismo asesor escuchó con estupor a Murawiec cuando dijo que Arabia Saudí
era el “meollo del mal” y “debe ser incluido entre ‘nuestros enemigos’, y en
caso de necesidad, Estados Unidos debe amenazar a las dos ciudades más sagradas
del Islam, La Meca y Medina, que se encuentran en Arabia Saudí.”[73]
En medio del alboroto, Rumsfeld y
Perle se apresuraron a tomar distancia de estos desvaríos. Pero las ideas de Murawiec
tienen algunos partidarios en la derecha republicana.
Según Michael Leeden, del instituto
de investigaciones políticas American Enterprise Institute, “la red terrorista
–de al-Qaida a Jizbolá, de Yihad Islámica a Hamás y diversos grupos de la
Organización de Liberación de Palestina– es tan poderosa debido al apoyo que le
brindan cuatro regímenes déspotas, que yo llamo los ‘dueños del terror’: Irán,
Irak, Siria y Arabia Saudí.” Leeden no llega a proponer que Estados Unidos vaya
a la guerra contra Arabia Saudí. Sostiene que el primer blanco de Washington
debe ser Irán, que “creó, entrenó, protegió, financió y apoyó al grupo
terrorista más mortífero del mundo, Jizbolá”; lo que viene a significar que
matar soldados israelíes es un crimen más odioso que masacrar civiles
norteamericanos.[74] Sin embargo, que un aliado crucial de Estados Unidos en el
mundo árabe desde los años 40 pase bruscamente a integrar la lista
washingtoniana de los Estados más fascinerosos es un trastrocamiento asombroso.
Tres factores intervienen en este
cambio. El primero es el 11 de septiembre. El gobierno mismo trató de pasar por
alto las raíces de bin Laden en la clase dominante saudí, así como el origen
saudí de la mayoría de los que perpetraron aquel atentado, pero muchos en la
derecha republicana exigen abiertamente una rendición de cuentas: “Los saudíes
están activos en cada nivel de la cadena del terror, desde el planificador
hasta el proveedor de fondos, desde el oficial hasta el soldado raso, desde el
ideólogo hasta el que alienta desde la tribuna”, dijo Murawiec a la Junta.[75]
Los parientes de las víctimas han
entablado juicio por un billón de dólares contra varias instituciones saudíes y
tres miembros de la familia real por financiar el terrorismo. Un análisis más
honesto hubiera apuntado el dedo al gobierno de Estados Unidos –al de Reagan en
particular– por su estrecha alianza con Arabia Saudí al financiar, entrenar y
armar a las guerrillas islámicas que combatieron en Afganistán durante la
última etapa de la Guerra Fría. Pero en el prisma deformante de la visión
mundial republicana de derecha, el 11 de septiembre ayudó a introducir a Arabia
Saudí en el eje del mal.
Segundo, en una medida mucho mayor
que generaciones anteriores de conservadores norteamericanos, muchos derechistas
contemporáneos apoyan incondicionalmente el Estado de Israel. Por ejemplo,
Perle es un director del Jerusalem Post y trató de usar su influencia en
Israel en un intento torpe por sabotear las conversaciones de Camp David del
2000. El apoyo a Israel refuerza la aprensión de la derecha republicana frente
a Irak, al que Israel considera una amenaza mayor desde hace mucho tiempo. Como
señaló Perle en 1996, derrocar a Saddam es “un importante objetivo estratégico
israelí por derecho propio”.[76] Los derechistas republicanos (entre ellos los cristianos
fundamentalistas que consideran a Palestina la tierra que Dios dio a los judíos
en el Antiguo Testamento) tienden a coincidir con dirigentes del Likud como
Ariel Sharon y Binyamin Netanyahu en su hostilidad hacia el proceso de paz en
el Oriente Medio. Por eso detestan a los Estados árabes conservadores como
Arabia Saudí y Egipto, que presionan a Washington para que obligue a Israel a
regresar a la mesa de negociaciones. Según Anatol Lieven, “Murawiec era
partidario de enviar un ultimátum a los saudíes para exigir no sólo que su
policía coopere plenamente con las autoridades norteamericanas, sino también
que supriman las críticas públicas a Israel y Estados Unidos dentro del país,
algo imposible para cualquier Estado árabe.”[77]
En lugar de negociar con los
palestinos, la derecha aboga por una reestructuración del mundo árabe por la fuerza.
En medio de la crisis de Jenín en mayo del 2002, William Kristol y Robert Kagan
sostuvieron que Bush no debía “sumergirse en el proceso de paz” hasta el punto
de olvidar “el camino que conduce a la verdadera paz y seguridad: el camino que
atraviesa Bagdad”.[78] Derrocar a Saddam sería el comienzo de un proceso de “reducción”
–como las contrarrevoluciones manejadas por Estados Unidos en Centroamérica y
el derrumbe del estalinismo en Europa Oriental en los 80– que extendería la
democracia liberal por el mundo árabe. Según el Wall Street Journal,
“liberar a Irak de Saddam y auspiciar la democracia no sólo eliminaría una gran
amenaza militar de la región. Al mismo tiempo, enviaría un mensaje al mundo
árabe de que la autodeterminación como parte del mundo moderno es posible.” Si
esta conmoción democrática llegase a reemplazar la dinastía Saud por un
gobierno antinorteamericano, esto “obligaría a tomar una decisión sobre la toma
de los campos petroleros saudíes, lo cual sería el fin de la OPEP.”[79]
Condoleezza Rice ha dicho que
Washington puede usar su poder militar para extender las fronteras del capitalismo
liberal: “Si el derrumbe de la Unión Soviética y el 11 de septiembre son los
extremos de un gran cambio en la política internacional, este período presenta
no sólo grandes peligros sino también oportunidades enormes... Es un período
similar al de 1945 a 1947, cuando la primacía norteamericana amplió el número
de Estados democráticos –Japón y Alemania entre las grandes potencias– para
crear un nuevo equilibrio de poder que favoreció la libertad.”[80]
La realidad subyacente tras estas
fantasías triunfalistas de imponer la democracia liberal en el Oriente Medio radica
en el tercer factor, el más decisivo en el pensamiento de la derecha
republicana con respecto a la región: el petróleo. El hecho de que Arabia Saudí
contiene los yacimientos de petróleo más grandes del mundo es lo que ha unido a
las clases dominantes norteamericana y saudí desde la Segunda Guerra Mundial.
El gobierno de Bush, estrechamente vinculado con las empresas de combustibles
fósiles –Mike Davis lo llama el comité ejecutivo del Instituto Norteamericano
del Petróleo– está obsesionado por el acceso a largo plazo a las reservas de combustibles.[81]
En mayo del 2001, Washington divulgó el Plan Nacional de Energía, redactado
(con ayuda de Enron) por un equipo encabezado por Dick Cheney. Michael Klare
escribe:
“En esencia, el informe Cheney
establece tres cuestiones principales:
“* Estados Unidos debe importar una
parte creciente de su demanda de petróleo. (En la actualidad, Estados Unidos
importa unos 10 millones de barriles diarios, que representan el 53% de su
consumo total; para el 2020, la importación diaria sumará casi 17 millones de
barriles, el 65% del consumo.)
“* Estados Unidos no puede depender
exclusivamente de las fuentes tradicionales de oferta como Arabia Saudí,
Venezuela y Canadá para obtener el petróleo adicional. Deberá obtener una
provisión adicional de nuevas fuentes como los Estados del Caspio, Rusia y
Africa.
“* Estados Unidos no puede confiar
exclusivamente en las fuerzas del mercado para acceder a esta provisión adicional,
sino que se necesitará un esfuerzo significativo de parte de las autoridades
del gobierno para superar la resistencia a la extensión hacia el exterior de
las empresas norteamericanas de combustibles.
“De acuerdo con estos tres
principios, el plan Cheney pide al gobierno de Bush que apruebe una amplia gama
de iniciativas destinadas a incrementar la importación del petróleo desde
fuentes de ultramar. En particular, pide al presidente y a los secretarios de
Estado, Energía y Comercio que colaboren con los gobiernos del Asia Central y Azerbaiján
para incrementar la producción en la región del Caspio y construir oleoductos
hacia Occidente. Pide a los funcionarios norteamericanos que convenzan a sus
homólogos en Africa, el Golfo Pérsico y Latinoamérica a que abran sus
industrias petroleras a la participación de las grandes empresas
norteamericanas y envíen más petróleo a Estados Unidos.
“Al abogar por estas medidas, el
equipo Cheney es consciente de que los esfuerzos norteamericanos por acceder a
cantidades crecientes de petróleo extranjero podrían suscitar resistencia en
algunas regiones productoras. El informe destaca que para el 2020, Estados
Unidos ‘importará casi dos de cada tres barriles de petróleo [que consume], una
condición de dependencia creciente de potencias extranjeras no siempre dispuestas
a favorecer los intereses norteamericanos’.”[82]
Lo que Klare llama la “estrategia
de adquisición global de petróleo” permite explicar muchas acciones del gobierno
de Bush: planes para el gran incremento de las importaciones de petróleo ruso,
instalación de bases militares en la región del Caspio, apoyo oficial al
fracasado golpe de derecha venezolano en abril, la ofensiva militar del
gobierno colombiano con respaldo estadounidense. Pero también pone de relieve
la importancia estratégica de los Estados petroleros del Oriente Medio. Como se
ha visto, la relación entre Estados Unidos y Arabia Saudíva en deterioro, y por
ambas partes. En agosto del 2002, el Financial Times informó que
“saudíes enfadados” retiraron últimamente hasta 200.000 millones de dólares de
Estados Unidos, lo que ayudó a debilitar el dólar. Se citaron entre otros
motivos el apoyo norteamericano a Israel y el reclamo por parte de analistas de
derecha de que se congelasen los bienes saudíes en Estados Unidos. “Desde Riad,
incluso en la prensa cercana al gobierno, se reclama una revisión de la
relación estratégica con Estados Unidos. En la elite saudí también se discute,
de manera menos pública, si no conviene poner el precio del petróleo en euros,
en lugar de dólares, para castigar a Estados Unidos.”[83]
Arabia Saudí ha cumplido un papel
crucial en la OPEP al usar sus enormes reservas para convencer a los demás miembros
del cartel que mantengan niveles de producción y precios capaces de mantener un
flujo constante de ingresos, pero sin afectar demasiado las ganancias de las
empresas occidentales ni alentar las inversiones en regiones productoras menos
eficientes no controladas por OPEP. Pero aunque la familia real saudí siga en
este rumbo, su petróleo no es suficiente para abastecer el capitalismo
norteamericano. Irak es el número dos del mundo en cuanto a reservas. Un
gobierno post-Saddam impuesto y mantenido en el poder por las armas
norteamericanas sería, en el mejor de los casos, una criatura débil, como el
régimen títere de Karzai en Afganistán; incluso existen señales de que
Washington piensa instalar su propio gobierno militar para gobernar Irak
durante una prolongada “transición democrática” según el modelo de la ocupación
de Alemania y Japón en la posguerra.[84] Algunos especialistas en petróleo
creen que Irak, dominado por Estados Unidos, se retiraría de la OPEP. En el peor
de los casos, aumentaría su producción, frenada desde 1991 por la falta de
inversiones y el embargo de la ONU, lo cual bajaría los precios del petróleo. The
Economist comenta estas hipótesis:
“¿Habrá una inundación de petróleo
iraquí? Es posible. Cualquier futuro gobierno en Irak, que necesitará dinero en
enormes cantidades para reconstruir el país, tratará de ampliar el sector
petrolero con la mayor rapidez. Por lo menos algunos directivos petroleros
piensan que esta bonanza podría atraer muchas inversiones extranjeras a la
producción petrolera iraquí. Aunque el nuevo gobierno no rompiera sus lazos con
la OPEP, como preferiría Estados Unidos, probablemente pediría –teniendo en
cuenta los años de supervisión de sus exportaciones petroleras por la ONU– una
prolongada exención de las cuotas. ¿OPEP, QEPD?
“Pues bien, parecería que al noquear
al señor Hussein matarían dos pájaros de un tiro: sería el fin de un dictador peligroso,
y con él, el de un cartel que durante años ha manipulado precios, manejado
embargos y perjudicado a los consumidores de diversas maneras.”[85]
The Economist sostiene que diversos obstáculos se interponen en el camino de
este desenlace: Arabia Saudí podría negarse a cumplir su papel habitual de
productor de última instancia y no incrementar la producción para evitar que
los precios del petróleo se vayan a las nubes en caso de una guerra en el
Oriente Medio; la infraestructura petrolera iraquí está tan derrengada que se
necesitarán años y grandes inyecciones de inversión extranjera para lograr un
aumento notable de la producción, y así sucesivamente. Pero aún con estas
salvedades, es evidente que uno de los grandes factores en juego en una guerra
con Irak sería que Estados Unidos pasaría a controlar las segundas reservas
petroleras del mundo. Esto no sólo aliviaría sus preocupaciones acerca del
acceso a largo plazo a los combustibles, sino que aumentaría el poder de
Washington sobre aliados y rivales como Alemania y Japón, aún más dependientes
del petróleo importado que Estados Unidos. Una vez más, se advierte cómo los factores
económicos y geopolíticos están indisolublemente ligados en la estrategia
general del imperialismo norteamericano.
Bush I contra Bush II: el debate en
el seno de la clase dominante
La Doctrina Bush y los planes del
gobierno para atacar a Irak han provocado una polémica notablemente pública e
intensa en la cima de la clase dominante norteamericana. Lo más notable es el
enfrentamiento entre el primer gobierno Bush y el segundo. En agosto del 2002,
James Baker y Lawrence Eagleburger, secretarios de Estado sucesivos bajo Bush
padre, se opusieron públicamente a una acción unilateral de Estados Unidos
contra Irak. A ellos se sumó Brent Scowcroft, asesor de seguridad nacional del
primer Bush, quien resumió así el alegato de los críticos: “Lo central es que
cualquier campaña contra Irak, cualesquiera que sean la estrategia, el
costo y los riesgos, seguramente nos desviarán por un plazo indeterminado de
nuestra guerra contra el terrorismo. Peor aún, en el mundo existe consenso
virtual contra un ataque a Irak en este momento. Mientras persista ese
sentimiento, Estados Unidos estaría obligado a actuar por cuenta propia, lo
cual incrementaría las dificultades y costos de las operaciones militares...
“Las consecuencias más funestas
serían posiblemente las que afectarían la región de Medio Oeriente. La opinión
generalizada allá es que Irak es ante todo una obsesión norteamericana. En
cambio, la obsesión regional es el conflicto palestino-israelí. Si parece que
estamos volviendo la espalda a ese conflicto enconado –cuando la región, con
razón o sin ella, considera que está en nuestro poder resolverlo– para
perseguir a Irak, habría una explosión de furia contra nosotros, pues
estaríamos dando la espalda a un interés crucial del mundo musulmán, en aras de
lo que se considera un interés mezquino norteamericano.
“Aún sin la participación israelí,
los resultados bien podrían desestabilizar a los regímenes árabes de la región,
lo cual, irónicamente, facilitaría uno de los objetivos de Saddam. Como mínimo,
impediría la colaboración contra el terrorismo e incluso podría engrosar las
filas de los terroristas.”[86]
A estos críticos se sumaron figuras
importantes del gobierno de Clinton como Madeleine Albright y Richard Holbrooke,
así como veteranos de presidencias anteriores como Henry Kissinger y Zbigniew
Brzezinski. Kissinger criticó la doctrina Bush ante el Comité de Relaciones
Exteriores del Senado: “No puede ser favorable a los intereses nacionales
norteamericanos ni a los del mundo desarrollar principios que otorguen a cada
nación el derecho irrestricto de tomar medidas preventivas contra las amenazas
a su seguridad nacional tal como ella misma las define.”[87] Al viejo criminal
de guerra no le tembló el pulso para ordenar acciones preventivas durante su período
en el gobierno: por ejemplo, cuando Estados Unidos invadió Camboya en mayo de
1970. Lo que él temía era el peligro de adoptar públicamente la doctrina de la
acción preventiva, que lejos de intimidar a los rivales, podría alentarlos a
seguir el ejemplo.
No obstante, el debate entre el gobierno
de Bush y sus críticos tiende a referirse a las tácticas más que a los fines.
Por ejemplo, Holbrooke apoyó el objetivo del “cambio de régimen” en Irak, pero
sostuvo:
“El camino a Bagdad pasa por el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El gobierno de Bush debe reconocer
esta verdad elemental si desea obtener el apoyo internacional que es esencial
para el éxito en Irak. Para construir ese apoyo se necesita una nueva
resolución del Consejo de Seguridad, que autorice el uso de la fuerza si Saddam
Hussein se niega a permitir un régimen total de inspecciones de armas, es
decir, de inspecciones sin aviso previo, en cualquier momento y lugar.
Semejante resolución daría un pretexto legitimador vital para la acción a aquellas
naciones (Turquía, Gran Bretaña) que quieren apoyar una ofensiva para derrocar
a Saddam, a la vez que presionaría a aquellas que vacilan o se oponen, como
Alemania, Francia y Arabia Saudí.”[88]
Esto equivaldría en esencia a
regresar a la estrategia del primer gobierno Bush en el prólogo a la
Guerra del Golfo Pérsico de 1991: utilizar la autoridad de la ONU para
legitimar el uso de la fuerza militar por Estados Unidos, o al decir de Robert
Kagan, “el puño de hierro unilateralista en el guante de seda
multilateralista”.[89] Scowcroft y Brzezinski presentaron argumentos muy
similares.[90] En este caso, el gobierno se desplazó un poco en ese sentido con
el discurso de Bush a la Asamblea General en el primer aniversario del
11 de septiembre. Pero Bush y sus asesores dejaron sentado que para ellos, una
nueva resolución del Consejo de Seguridad era un preludio a la acción militar
contra Saddam en lugar de una alternativa, como esperaban Francia y Rusia. Bush
se mofó de la ONU al recordarle la suerte de la Liga de las Naciones, que fue
incapaz de impedir el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y advirtió:
“Trabajaremos con el Consejo de Seguridad de la ONU para elaborar las
resoluciones necesarias. Pero que nadie ponga en duda los propósitos de Estados
Unidos. Se impondrán las resoluciones del Consejo de Seguridad... o la acción
será inevitable, Y un régimen que ha perdido su legitimidad también perderá su poder.”
La alternativa para la ONU era darle el sello de legitimidad a la guerra de
Washington o sentarse a un lado a contemplar el ataque de Estados Unidos y Gran
Bretaña a Irak.[91]
Las críticas de ese sector de la
clase dominante se fundamentaban en un conocimiento de las realidades del poder
en el Oriente Medio y en la escala global. La estrategia estadounidense
en la región se ha valido de una serie de alianzas con Estados clave: por un
lado, Israel, y por el otro, los regímenes árabes conservadores, sobre todo los
de Egipto y Arabia Saudí. Israel es un aliado valioso; su aislamiento en la
región y su enorme arsenal provisto por Estados Unidos lo convierten en un
contrapeso fiable a cualquier régimen indígena que intente desafiar los intereses
norteamericanos. Pero, como señalaron los críticos, al depender exclusivamente
de Israel los intereses norteamericanos quedarían peligrosamente expuestos a la
hostilidad de las masas populares en la región. El primer gobierno Bush hizo
grandes esfuerzos por mantener a Israel al margen de la guerra de 1991 (a pesar
de la vigorosa oposición de Ariel Sharon), consciente de que la participación
israelí socavaría la posición de sus aliados árabes en la coalición contra
Saddam.[92]
Esta concepción estratégica suele
ser reforzada por los intereses materiales derivados de los vínculos económicos
estrechos que aún mantienen unidas a las clases dominantes norteamericana y
árabe. Bush padre y Baker son miembros del Grupo Carlyle, una furtiva empresa
privada de inversiones con importante participación saudí. Quiso el destino que
el Grupo Carlyle estuviera reunido en Manhattan el 11 de septiembre del 2001:
así, pilares del establishment norteamericano y un hermanastro de Osama
bin Laden contemplaron codo con codo el derrumbe de las Torres Gemelas en medio
de las llamas y el polvo.
El imperialismo norteamericano no
puede operar en escala global sin aliados. Con todo su poderío militar y económico,
su posición geográfica lo sitúa a distancia de la masa terrestre eurasiática
donde se concentran la mayor parte de la población y riqueza del mundo. Para
proyectar su poder militar, Estados Unidos necesita aliados y clientes que le
proporcionen bases en Europa y Asia. Las clases eurasiáticas capitalistas,
incluso las más débiles, tienen recursos e intereses propios: para asegurarse
su cooperación, no basta la coerción, sino que se necesitan el soborno y la
persuasión. Como señala en particular Brzezinski, la construcción de
coaliciones es indispensable para mantener la dominación norteamericana del
continente eurasiático.
El equipo de Bush no tiene paciencia
para los compromisos y las demoras que requieren la construcción y el mantenimiento
de las coaliciones necesarias. No los mueve el mero fervor, sino la convicción
de que la supremacía actual de Estados Unidos les brinda una oportunidad
singular para liquidar a rivales en potencia. Pero aunque pone más énfasis que
sus antecesores en la acción unilateral y la coerción, el gobierno actual no
puede sustraerse a las limitaciones del poder norteamericano. Así, cuando
Sharon advirtió que Israel no accedería, como en la guerra de 1991, al pedido
norteamericano de no tomar represalias ante un ataque iraquí, Rumsfeld
intervino rápidamente para reclamar moderación a los israelíes en caso de una
guerra contra Irak: “La no participación beneficiaría de manera abrumadora los
intereses de Israel”, dijo el funcionario.[93] La misma derecha republicana
tiene que sopesar los riesgos políticos que implica provocar la hostilidad del
mundo árabe.
Conclusión
Sería excesivamente simplista
calificar los planes del gobierno de irracionales, como hizo el especialista en
sociología histórica Immanuel Wallerstein al denunciar a Bush como “un
geopolítico incompetente. Ha permitido que una camarilla de halcones lo induzca
a tomar una posición sobre la invasión a Irak de la cual no puede retractarse,
que sólo tendrá consecuencias negativas para Estados Unidos, así como para el
resto del mundo.”[94] Como he intentado demostrar, el plan del equipo de Bush
se basa en una lectura acertada de las amenazas económicas y geopolíticas a
largo plazo que enfrenta el capitalismo norteamericano, e implica la decisión
de explotar el 11 de septiembre y la actual supremacía militar para modificar
el actual equilibrio global de poder económico y político aún más a favor suyo.
Si bien la estrategia contiene elementos irracionales –que surgen sobre todo
de los lazos crecientes entre las derechas norteamericana e israelí–, de ahí no
se desprende que todo el enfoque es una aventura al estilo del Doctor Insólito.
Aunque sectores de la clase dominante la cuestionan, la estrategia representa
una visión de cómo favorecer de la mejor manera posible los intereses globales
del capitalismo norteamericano.
Con todo, es mucho lo que está en
juego en la guerra inminente con Irak. En términos políticos estrechos, el fracaso
–acaso incluso la decisión de retractarse de atacar a Irak– le quitaría a Bush
la posibilidad de una segunda presidencia. Blair se ha jugado tanto en el apoyo
a la guerra que una debacle militar podría significar su propia caída. En
términos más amplios, dice Anatol Lieven: “La guerra con Irak forma... parte de
lo que es en esencia una estrategia de emplear la fuerza militar
norteamericana para descargar sobre el resto del mundo los costos ecológicos de
la economía norteamericana existente, sin necesidad de exigir sacrificios a
corto plazo al capitalismo, la elite política ni al electorado
norteamericanos.”[95] La estrategia del gobierno de Bush sintetiza las
razones que han atraído a millones al movimiento anticapitalista desde las
protestas de noviembre de 1999 en Seattle: sobre todo, la expansión
imperialista del sistema capitalista que amenaza con destruir el planeta
mediante la guerra y la destrucción del ambiente.
Pero, como hemos visto, este impulso
belicista ha dividido a la clase dominante norteamericana y aislado a Estados
Unidos de las demás potencias principales. Es una inversión asombrosa de la
situación imperante luego de los atentados en Nueva York y Washington, cuando
el diario parisino Le Monde, antiguo crítico de la política exterior
norteamericana, proclamó: “Todos somos norteamericanos.” A nivel popular, el
antinorteamericanismo en el mundo es más fuerte que antes del 11 de septiembre,
siempre que no se lo entienda como odio hacia los norteamericanos comunes o su
cultura, sino como oposición a las políticas globales del Estado y las grandes empresas.
Incluso dentro de Estados Unidos, el unilateralismo de Bush tiene escaso apoyo
popular. En una encuesta reciente de opinión pública, el 65 por ciento se
declaró a favor de la guerra contra Irak sólo con la aprobación de la ONU y el
apoyo de los aliados, y el 77 por ciento apoyó el fortalecimiento de la ONU.
Sólo el 17 por ciento coincidió en que “como única superpotencia que queda,
Estados Unidos debe seguir siendo el líder mundial preeminente en la solución
de los problemas internacionales”.[96]
Estas divisiones pueden suscitar dos
clases de reacciones equivocadas. Por un lado, Walden Bello, uno de los críticos
más destacados de la globalización capitalista, ha caracterizado el cisma entre
Estados Unidos y Europa como “un paso positivo para la mayor parte del mundo.
Abre la posibilidad de que los europeos empiecen a abordar de manera positiva
los problemas de injusticia y pobreza en el mundo en desarrollo afrontando las
estructuras de dominación occidental de cuya construcción ellos son en gran medida
responsables. Allana el camino para alianzas globales novedosas que pueden
beneficiar la mayor parte del mundo, incluida la futura creación de una alianza
Europa-África-América Latina-Asia contra la hegemonía norteamericana.
“Desde luego que Europa ha aplicado
un conjunto propio de prácticas de opresión tales como la Política Agraria
Común, una de las causas principales de los trastornos agrícolas en el mundo en
desarrollo. Sus empresas suelen ser tan explotadoras como las norteamericanas.
Sus restricciones a la migración suelen ser más draconianas que las de
Washington. Sin embargo, la necesidad de buscar aliados para contrarrestar el
unilateralismo de Washington puede servir de incentivo para empezar a reformar
estas instituciones.”[97]
La idea de Bello de que la UE puede
ser un aliado contra el imperialismo norteamericano probablemente encontrará
eco en el ala del movimiento anticapitalista –representado en particular por la
conducción de ATTAC France– que quiere reconstruir el poder del Estado nacional
como contrapeso a la globalización capitalista. Pero esta clase de estrategia
da por sentado la existencia de un mundo dividido en Estados nacionales que
compiten entre sí. Quiéranlo o no sus autores, esto se basa en la lógica de que
la rivalidad imperialista es inevitable y trata de construir un contrapeso al
poder hegemónico existente-como dice Bello, “una alianza Europa-África-América Latina-Asia
contra la hegemonía norteamericana”. Pero el problema del mundo actual no es la
dominación norteamericana. La situación actual no mejoraría en lo fundamental
si la UE desafiara la supremacía estadounidense. Al contrario, al canalizar
fondos aún mayores hacia las fuerzas armadas y desatar una nueva carrera
armamentista, crearía un mundo aún más injusto y peligroso.
Por el otro lado, Perry Anderson,
director de New Left Review, sobre la base de un análisis del
pensamiento estratégico norteamericano muy similar al expuesto aquí, considera
que las divisiones dentro de las clases dominantes occidentales y la amplia oposición
al unilateralismo norteamericano tienen poco que ver con el problema. Descarta
con desdén “la efusión de protestas entre la intelectualidad atlántica” para
destacar la continuidad entre las intervenciones militares basadas en la
doctrina de la “comunidad internacional” y los derechos humanos preferida por
Bush padre, Clinton y Blair, y la guerra que se está planificando bajo la nueva
Doctrina Bush:
“Se pretende hacernos creer que las
guerras del Golfo, los Balcanes y Afganistán eran una cosa. Esas expediciones
suscitaban el apoyo entusiasta de este estrato... Pero un ataque norteamericano
a Irak es otra cosa, explican ahora las mismas voces, ya que no cuenta con la
misma solidaridad de la comunidad internacional y requiere una doctrina
criminal de acción preventiva. A lo cual, el gobierno republicano responde sin
problemas, en las palabras de Sade: Encore une effort, citoyens [un
esfuerzo más, ciudadanos]. La intervención militar en Kosovo para impedir la
limpieza étnica violó la soberanía nacional y se mofó de la Carta de la ONU
cuando se le dio la gana a la OTAN. Entonces, ¿por qué no se ha de intervenir
militarmente en Irak para prevenir el riesgo de las armas de destrucción en
masa, con o sin el consentimiento de la ONU? El principio es exactamente lo
mismo: el derecho –más aún, el deber– de los Estados civilizados de aniquilar
las peores formas de barbarie, no importa dentro de cuáles fronteras nacionales
se producen, para hacer del mundo un lugar más seguro y pacífico.”[98] Anderson
insinúa que el talón de Aquiles de muchos opositores a la guerra en Irak es su
confianza en las Naciones Unidas:
“Uno o dos meses de masajes
oficiales consecuentes a la opinión pública en ambas márgenes del Atlántico es capaz
de obrar milagros. A pesar de la gran manifestación antibélica de Londres en
noviembre, las tres cuartas partes de la opinión pública británica apoyaría un
ataque a Irak si la ONU le extendiera su hoja de parra. En ese caso, parece
bastante posible que el chacal francés participe del festín... En resumidas
cuentas, se puede dar por sentado que Europa asentirá a la campaña.”[99]
Semejante enfoque ultimatista es
sorprendente por tratarse de un intelectual tan sutil. Es verdad que las justificaciones
ideológicas de las anteriores guerras imperialistas en el Golfo y los Balcanes
implican el criterio de que se puede violar la soberanía nacional en nombre de
“valores” capitalistas liberales supuestamente más elevados, el mismo que
utilizan Bush y Blair en apoyo a un ataque a Irak. Pero los movimientos políticos
no se rigen exclusivamente por las leyes de la lógica. La incoherencia que
supone el apoyo a guerras anteriores y la oposición a ésta se puede resolver de
varias maneras. Podría conducir a los que sustentan estos puntos de vista a una
posición general belicista. Alternativamente, la oposición al ataque a
Irak podría generalizarse como posición antiimperialista más amplia. Los
cientos de miles que coreaban “Victoria para el Vietcong” en 1968 no eran todos
revolucionarios antiimperialistas. Al principio, algunos eran pacifistas o
liberales o incluso conservadores. La dirección que sigue la mayoría de la
gente en esas circunstancias depende de la constelación global de fuerzas políticas.
El hecho es que, primero la guerra en Afganistán y ahora el ataque previsto a
Irak han provocado movimientos de oposición, tanto en Europa como en Estados
Unidos, mucho más grandes de los que suscitó el bombardeo de Yugoslavia en
1999. Esto refleja un cambio en el clima político que el pesimismo histórico de
Anderson no toma en cuenta.[100]
Si bien algunos de los opositores
más prominentes de la actual aventura anglo-norteamericana no se opusieron a
guerras anteriores y conservan ilusiones en la ONU, su posición actual ayuda a
legitimar la resistencia al impulso belicista de Bush. En todo caso, estas
ilusiones tienen menos peso ahora que durante la Guerra del Golfo de 1991, cuando
críticos tan destacados del imperialismo norteamericano como Noam Chomsky y
Tony Benn reclamaron que la ONU aplicara sanciones a Irak. A nadie se le
ocurriría proponerlo ahora, después de las terribles consecuencias humanitarias
del bloqueo de la década pasada. La experiencia de una sucesión de guerras imperialistas,
cada una librada en nombre de los derechos humanos para favorecer sobre todo
los intereses norteamericanos, ha generado un proceso de aprendizaje que ha
consolidado ideológicamente el centro del movimiento antibélico. Además, ahora
existe una corriente de radicalización antiimperialista que faltaba a principios
de los 90, lo cual refleja la diferencia de contexto político: entonces, el
triunfalismo capitalista tras la caída del estalinismo; ahora, la resistencia
anticapitalista inspirada en las grandes protestas de Seattle y Génova, y los
Foros Sociales Mundiales de Porto Alegre.
En verdad, la oposición a la guerra
en Irak es extremadamente heterogénea desde el punto de vista ideológico, al
abarcar en Gran Bretaña desde políticos laboristas tradicionales y clérigos
islámicos respetables hasta sindicalistas de izquierda y jóvenes
anticapitalistas. Pero fue Perry Anderson quien escribió alguna vez: “La problemática
central del Frente Unico –el último consejo estratégico de Lenin al movimiento
obrero occidental antes de morir, la primera preocupación de Gramsci en la
cárcel– conserva toda su validez. Históricamente nunca ha sido superado.”[101]
Uno de los objetivos de la táctica del frente único es reunir fuerzas políticas
diversas en torno a un objetivo común específico: dentro de este frente único,
los socialistas revolucionarios tienen la responsabilidad de tratar de infundir
a esta lucha la mayor combatividad posible y cuestionar las ilusiones políticas
que aún atan a algunos participantes al orden dominante. En el clima político
imperante en Gran Bretaña, la oposición a la guerra contra Irak es muy amplia,
pero la movilización está a cargo del ala antiimperialista del movimiento.
La oposición a la “guerra contra el
terrorismo” ha servido para radicalizar aún más el movimiento anticapitalista
al darle una faceta antiimperialista. Existe el potencial para construir el
movimiento antibélico internacional más grande desde la era de la guerra de
Vietnam. Lo que está en juego en estas luchas es el desarrollo de un movimiento
que apunte no sólo contra el gobierno de Bush y su impulso belicista, sino
contra el sistema imperialista en sí, que hunde sus raíces en la lógica
capitalista de la explotación y la acumulación.
NOTAS
1 G. Baker, “Bush’s Tough Stand”, Financial
Times, 31 de marzo de 2001. Agradezco a Sam Ashman y John Rees suscomentarios
sobre el borrador de este artículo y a Sebastian Budgen y Chris Harman su ayuda
para obtener materiales.
2 The National Security Strategy of the United
States of America, Septiembre 2002, www.whitehouse.gov, págs. 1, 30.
3 A. Lieven, “The Push to War”, London Review
of Books, 3 de octubre de 2002, pág. 8.
4 T. Blair, “Doctrine of International
Community”, discurso en el Economic Club de Chicago, 22 de abril de 1999, www.fco.gov.uk.
Véase una crítica en A. Callinicos, Against the Third Way (Cambridge,
2001), cap. 3.
5 C. Rice, “Campaign 2000 - Promoting the
National Interest”, Foreign Affairs, enero/febrero 2000 (edición
internet), www.foreignpolicy2000.org.
6 E. Luttwak, Strategy (2nd ed.,
Cambridge MA, 2001), pág. 89. Luttwak, un conservador norteamericano brillante
y sensible, desarrolló por primera vez su version del concepto en The Grand
Strategy of the Roman Empire (Baltimore, 1976).
7 N. Bujarin, Imperialism and World Economy (Londres,
1972). Desde luego que la rivalidad económica entre los Estados es anterior a
la época del imperialismo: el acceso al botín fue un factor crucial en las
lucapas entre las potencias europeas a partir del siglo XVI. Pero solo en el
caso de Holanda y más adelante Inglaterra los contendientes operaban sobre
bases económicas capitalistas, lo cual les daba una ventaja importante sobre
sus rivals absolutistas. En un sentido, lo que sucedió en el siglo XIX fue que
el modelo anglo-holandés se generalizó en el contexto de la industrialización
de masas que incrementó la organización del capital. Véase A. Callinicos,
“Bourgeois Revolutions and Historical Materialism”, in P. McGarr y A. Callinicos,
Marxism and the Great French Revolution (Londres, 1993). Sobre la
vigencia actual de la teoría marxista del imperialismo, véase A. Callinicos,
“Marxism y Global Governance”, en D. Held y A. McGrew, comps., Governing
Globalization (Cambridge, 2002), y An Anti-Capitalist Manifesto (Cambridge,
2003), págs. 50-65.
8 Véase la crónica de Ahmed Rashid sobre los
recientes conflictos económicos y geopolíticos en Afganistán en Taliban:
Islam, Oil y the New Great Game in Central Asia (Londres, 2000). Gore
Vidal, ese gran crítico del imperialismo norteamericano, presentó recientemente
una versión cauta de la teoría conspirativa, centrada en la aparente ineptitud
de Washington con respecto al 11 de septiembre: “The Enemy Within”, Observer,
27 de octubre de 2002.
9 Para un análisis sistemático, véase J. Rees,
“Imperialism: Globalization, the State y War”, International Socialism,
(2) 93 (2001).
10 P. Kennedy, The Rise of the Anglo-German
Antagonism, 1860-1914 (Londres, 1980).
11 Véase, por ejemplo, I. Kershaw, Hitler
1936-1945: Nemesis (Londres, 2000), cap. 5, y págs. 400-7, 517, 528-30.
12 Véase especialmente A. Callinicos y cols., Marxism
and the New Imperialism (Londres, 1994), y G. Achcar, “The Strategic Triad”,
reproducido en T. Ali, comp., Masters of the Universe? (Londres, 2000).
13 Véanse C. Harman, Explaining the Crisis (Londres,
1984), cap. 3, y R. Brenner, “The Economics of Global Turbulence”, New Left
Review, (I) 229 (1998).
14 Véase, por ejemplo, K.E. Calder, Asia’s
Deadly Triangle (Londres, 1997).
15 J.J. Mearsheimer, The Tragedy of Great
Power Politics (Nueva York, 2001), pág. 398.
16 Ibídem., pág. 400. Mearsheimer sostiene que
la hegemonía sólo puede ser regional, no global: Estados Unidos, como antes Gran
Bretaña, es un “equilibrador extraterritorial” protegido por los mares, que
trata de impedir el surgimiento de potencias hegemónicas en Europa y Asia:
véase ibídem., caps. 2, 4, y 7. Esta concepción excesivamente restrictiva de la
hegemonía deriva en parte de que Mearsheimer iguala hegemonía con dominación
política absoluta: “Un estado hegemónico es tan poderoso que domina todos los
demás Estados en el sistema”, ibídem., pág. 40. Aparte de cualquier otra cosa,
esta definición pasa por alto la dimensión económica del poder (salvo como
fuente de fuerza político-militar: véase ibídem., cap. 3). Pero los Estados
capitalistas, además de perseguir objetivos geopolíticos, tratan de favorecer
los intereses de los capitales radicados en su territorio. Yo empleo el término
“hegemonía” para referirme a la capacidad, siempre relativa y cuestionada, del
Estado más poderoso del sistema mundial para conseguir que otros Estados apoyen
sus objetivos geopolíticos y económicos. Véase una evaluación crítica del
análisis de Mearsheimer en P. Gowan, “A Calculus of Power”, New Left Review,
(II) 16 (2002).
17 Z. Brzezinski, The Grand Chessboard (Nueva
York, 1997), pág. 159; véase ibídem., cap. 6. Henry Kissinger, aunque su posición
general sobre la posición geopolítica de Estados Unidos es similiar en lo
fundamental a la de Brzezinski, cree que “China está en camino a alcanzar el
estatus de superpotencia”, Diplomacy (Nueva York, 1994), pág. 826.
18 C. Harman, “Beyond the Boom”, International
Socialism, (2) 90 (2001), y R. Brenner, The Boom and the Bubble (Londres,
2002).
19 J. Rees, “NATO y the New Imperialism”, Socialist
Review, June 1999, G. Acapcar, “Rasputin Plays at Chess” y P. Gowan., “The
Euro-Atlantic Origins of NATO’s Attack on Yugoslavia”, ambos en Ali, comp., Masters
of the Universe?
20 A. Callinicos, “The Ideology of Humanitarian
Intervention”, en Ali, comp., Masters of the Universe?
21 Brzezinski, The Grand Chessboard,
págs. 10, 198. La “geoestrategia” de Brzezinski para dominar Eurasia está muy influenciada
por Halford Mackinder, geógrafo académico y parlamentario irlandés que a
principios del siglo XX desarrolló la concepción de Eurasia como una “Isla
Mundial”, centro de la lucha entre las Grandes Potencias: véase H.J. Mackinder,
Democratic Ideals and Reality (Londres, 1919).
22 R. Kagan, “Multilateralism, American Style”, Washington
Post, 13 de septiembre de 2002.
23 Citado en C. Johnson, Blowback (Nueva
York, 2000), pág. 217.
24 S.P.
Huntington, “The Lonely Superpower”, Foreign Affairs, Marzo/Abril 1999
(edición online), www.foreignpolicy2000.org.
25 Véase la crítica asombrisamente clarividente
de Johnson en Blowback.
26 “The President’s State of the Union Address”,
29 de enero de 2002, www.whitehouse.gov. Discurso anual del presidente ante el
Congreso.
27 J. Bolton, “Beyond the Axis of Evil”, 6 de
mayo de 2002, www.state.gov.
28 R. Wolff, “The Bush Doctrine”, Financial
Times, 21 de junio de 2002.
29 “Remarks by the President at 2002 Graduation
Exercise of the United States Military Academy, West Point, New York”, 1 de
junio de 2002, www.whitehouse.gov. Discurso del presidente a los graduados de la
Academia militar.
30 National Security Strategy, pág. 6
31 Véase una crónica periodística bien informada
en A. Y P. Cockburn, Saddam Hussen: An American Obsession (ed. rev., Londres,
2002).
32 Rice, “Campaign 2000 – Promoting the National
Interest”.
33 Entrevista en Financial Times, 23 de
septiembre del 2002.
34 Acerca de la visión general del gobierno,
véase un análisis en N. Lemann, “The Next World Order”, The New Yorker,
1 de abril de 2002 (edición online).
35 Véase la crónica de Fred Halliday sobre la
ofensiva contrarrevolucionaria de EEUU durante los 80 en Cold War, Third World
(londres, 1989).
36 Kissinger, Diplomacy, pág. 774.
37 A. Shlaim, The Iron Wall (Londres,
2001), pág. 487.
38 Citado en Mearsheimer, Tragedy of Great
Power Politics, pág. 386.
39 Fitzgerald, “George Bush”, pág. 81.
40 Ibídem., pág. 84.
41 J. Fallows, “The Unilateralist: A
Conversation with Paul Wolfowitz”, The Atlantic Monthly, marzo 2002
(edición online), www.theatlantic.com.
42 P. Wolfowitz, “Bridging Centuries: Fin de
Siècle All Over Again”, The National Interest, 47 (1997) (edición
online), www.nationalinterest.org.
43 Citado en Lemann, “Next World Order”.
44 Project for the New American Century,
Rebuilding America’s Defenses, de septiembre de 2000,www.newamericancentury.org,
pág. 1
45 Fallows, “The Unilateralist”.
46 Dos evaluaciones muy divergentes de la
eficacia militar del poder aéreo estratégico, compárense Luttwak, Strategy,
cap.
12, y Mearsheimer, Tragedy of Great Power
Politics, págs. 96-110.
47 Citado en R. Wolfe, “Tecapnology Brings Power
with Few Constraints”, Financial Times, 18 de febrero de 2002.
48 “Saddam’s Ultimate Solution/Richard Perle
Interview”, 11 July 2002, www.pbs.org. Cifra de 40.000 citada por E. Boehlert,
“The Armchair General”, Salon.com News, 5 de septiembre de 2002,
www.salon.com.
49 Citado en Fitzgerald, “George Bush”, pág. 84.
50 “Saddam’s Ultimate Solution/Richard Perle
Interview”.
51 A. Lieven, “After the Attacks: America’s New
Cold War”, Guardian, 28 de septiembre 2001.
52 R. Kagan, (2002) “Power y Weakness”,
www.ceip.org.
53 Ibídem. En el siglo XVIII, el gran filósofo
alemán Immanuel Kant trató de definir las condiciones bajo las cuales una Europa
desgarrada por la guerra podía alcanzar la “paz perpetua”.
54 Véase, por ejemplo, R. Cooper, (2002)
“Reordering the World”, www.fpc.org.uk.
55 Kagan, “Power y Weakness”. Desde luego, no es
verdad que la UE ha trascendido los antagonismos nacionales: véase en particular
el clásico de Alan Milward, The European Rescue of the Nation-State (Londres,
1994).
56 Financial Times, 21 de septiembre de
2002.
57 “Schröder Should Quit to Heal Ties - US
Adviser”, Reuters, 1 de octubre de, www.alertnet.org.
58 National Security Strategy, págs. 26,
27.
59 Project for an American Century,
Rebuilding America’s Defenses, pág. 8.
60 Financial Times, 25 de octubre de 2002.
61 W.M. Arkin, “Secret Plan Outlines the
Unthinkable”, Los Angeles Times, 10 de marzo de 2002.
62 Véase, por ejemplo, el editorial, “From Suez
to the Pacific: US Expands its Presence across the Globe”, Guardian, 8
de marzo de 2002.
63 National Security Strategy, pág. 29.
64 Ibídem., págs. iv, 17, 1.
65 R.H. Wade, “The American Empire”, Guardian,
5 de enero de 2002.
66 P. Gowan, The Global Gamble (Londres, 1999).
67 Brenner, The Boom and the Bubble,
caps. 2 y 4. También me resultó útil una conferencia de Bob Brenner en la
librería Bookmarks de Londres el 29 de octubre de 2001.
68 Ibídem., pág. 222.
69 R. Layard, “Britain Will Pay the Price of
Exclusion”, Financial Times, 15 de octubre de 2002. La diferencia entre
las dos medidas es importante porque los trabajadores en EEUU y Gran Bretaña
trabajan muchas más horas en Europa Continental, de manera que la productividad
per cápita mejora la apariencia del rendimiento económico de algunos países y
la de productividad por hora la de otros.
70 M. Wolf, “Berlin’s Turn to Suffer a Trap of
its Own Invention”, Financial Times, 23 de octubre de 2002.
71 Las tensiones económicas entre EEUU y Japón
son una realidad, pero hasta ahora han sido refrenadas sobre todo por el vínculo
de la interdependencia financiera mediante el cual empresas y bancos japoneses
tienen activos enormes en dólares, lo cual permite simultáneamente mantener
baja la tasa de cambio del yen (y con ello los precios de las exportaciones
japonesas) y ayuda a EEUU a manejar un enorme déficit de la balanza de pagos
con el resto del mundo: véase R.T. Murphy, “Japan’s Economic Crisis”, New
Left Review, (II) 1 (2000).
72 Boehlert, “Armchair General”.
73 Financial Times, 21 de agosto de 2002,
y Boehlert, “Armchair General”.
74 M. Leeden, “The Real Foe is Middle East
Tyranny”, Financial Times, 24 de septiembre de 2002. Conrad Burns, a
Republican congressman, argues for partnership
with Russia as an alternative source of oil: “America Must Wean Itself Off Saudi
Oil”, ibídem., 11 de octubre de 2002.
75 Financial Times, 22 de agosto de 2002.
76 Citado en Boehlert, “The Armchair General”.
77 Lieven, “The Push to War”, pág. 8.
78 W. Kristol y R. Kagan, “Remember the Bush
Doctrine”, Weekly Standard, 15 de abril de 2002.
79 Citado en J. Lobe, “A Right-wing Blueprint
for the Middle East”, 4 de abril de 2002, www.alternet.org.
80 “Remarks by National Security Advisor
Condoleezza Rice on Terrorism and Foreign Policy”, 29 de abril de 2002, www.whitehouse.gov.
81 Discurso en Marxism 2002, Londres,
julio de 2002.
82 M.T. Klare, “Bush’s Master Oil Plan”, 23 de
abril de 2002, www.alternet.org.
83 R. Khalaf, “A Troubled Friendship”, Financial
Times, 22 de agosto de 2002.
84 D.E. Sanger y E. Scapmitt, “US Has a Plan to
Occupy Iraq, Officials Report”, New York Times, 11 de octubre de 2002.
85 “Don”t Mention the O-Word - Iraq’s Oil”, The
Economist, 14 de septiembre de 2002.
86 B. Scowcroft, “Don”t Attack Saddam”, Wall
Street Journal, 15 de agosto de 2002.
87 Financial Times, 27 de septiembre de
2002. Ddestacados académicos “realistas” que conciben el sistema internacional como
una anarquía impulsada por la lucha por el poder entre Estados, también dudan
de las bondades de la estrategia oficial. John Mersheimer, por ejemplo,
escribe: “La mejor manera de aplastar al-Qaeda no es construir un imperio
mundial basado principalmente en la fuerza militar sino que EEUU mantenga una
presencia militar más discreta en el mundo y mejore su imagen en el mundo
islámico”. “Hearts and Minds”, The National Interest, 69 (2002), pág.
16. Véase también K.M. Waltz, “The
Continuity of International Politics”, en K. Booth y T. Dunne, Worlds in
Collision (Londres, 2002).
88 R. Holbrooke, “High Road to Baghdad”, Guardian,
29 de agosto de 2002.
89 Kagan, “Multilateralism American Style”.
90 Para las posiciones de Brzezinski, véase, por
ejemplo, “Right and Wrong Ways to Wage a War”, International Herald Tribune,
19 de agosto de 2002.
91 “Remarks by the President in Address to the
United Nations General Assembly, New York”, 12 de septiembre de 2002, www.whitehouse.gov.
Discurso de Bush en la Asamblea General de la ONU. Véase el lúcido análisis de
Anatol Lieven, “America Has Put The UN in a No-Win Situation”, Guardian,
13 de septiembre de 2002.
92 Shlaim, The Iron Wall, págs. 472-84.
93 Financial Times, 21 de septiembre de
2002.
94 I. Wallerstein, “Iraq War: The Coming
Disaster”, Los Angeles Times, 14 de abril de 2002.
95 Lieven, “The Push to War”, pág. 8.
96 “Worldviews 2002 Survey of American and
European Attitudes and Public Opinion”, 2 de octubre de 2002, www.worldviews.org.
97 W. Bello, “Unravelling of the Atlantic
Alliance?”, 25 de septiembre de 2002, www.focusweb.org
98 P. Anderson, “Force and Consent”, New Left
Review (II) 17 (2002), pág. 28.
99 Ibídem., pág. 19.
100 Véase P. Anderson, “Renewals”, New Left
Review, (II) 1 (2000) y G. Acapcar, “The ‘Historical Pessimism’ of Perry Anderson”,
International Socialism, (2) 88 (2000).
101 P. Anderson, “The Antinomies of Antonio
Gramsci”, New Left Review, (I) 100 (1976-7), pág. 78. Véanse algunas reflexiones
contemporáneas sobre el frente único en A. Callinicos, “Unity in Diversity”, Socialist
Review, de abril de 2002.