Imperio capitalista y Estado nación: ¿Un
nuevo imperialismo norteamericano?
Ellen Meiksins Wood
Ellen
Meiksins Wood, filósofa marxista norteamericana, cuyas ideas han tenido una
influencia considerable en los debates de la izquierda desde hace cuarenta
años, pone en cuestión en el artículo que publicamos la idea de que la actual
administración de Bush represente un “nuevo” imperialismo norteamericano.
Antes de
la última guerra en Iraq, cualquiera que acusara a Estados Unidos de
imperialismo era probable que se encontrara con la objeción de que EU no ocupa
ningún territorio colonial en ningún lugar del mundo. Ahora que es muy visible
en Iraq, todo parece haber cambiado de la noche a la mañana.
Quizá
quiera decir que la ocupación de Iraq representa un enorme alejamiento de EU de
su política exterior desde la Segunda Guerra Mundial y muchos críticos sólo han
dicho eso. Estados Unidos realmente parece, en su rostro, estar retrocediendo a
una forma anterior de dominación colonial directa. Realmente parece estar
rompiendo el patrón de evitar enredos coloniales que generalmente ha preferido.
Aun si
tomamos en cuenta los despliegues más ofensivos del imperialismo de Estados
Unidos en el pasado medio siglo, todas las guerras locales del tercer mundo en
las que ha estado involucrado, todos sus esfuerzos clandestinos, y no tan
clandestinos, de cambio de régimen en América Latina y otras partes, es cierto,
en total, que el modo de imperialismo de EU no ha sido del viejo tipo colonial
y lo que Bush está haciendo ahora ciertamente parece un quiebre importante con
el pasado de posguerra.
Pero no
estoy absolutamente segura de eso. Realmente no quiero negar que Bush y
compañía han llevado las cosas a extremos insanos, que es probable que lleven a
la autoderrota, especialmente porque Bush está socavando una de las fortalezas
del imperialismo de EU, la contención que tiene de sus aliados.
Los
extremistas de derecha del régimen de Bush ciertamente están empleando el poder
militar de EU de una manera nueva, excesiva, que ya están probando que es
inadecuada, pero no estoy segura de que Bush representa un quiebre tan grande,
por dos razones principales.
Una de
las razones es que pienso que incluso Bush, y tal vez incluso los fanáticos
derechistas guiados por la ideología que lo rodean, preferiría quedarse fuera
de enredos coloniales y volver a un imperialismo no colonial. Digo esto no
porque piense que estos muchachos tengan una chispa de decencia o algún
compromiso residual con la democracia (la propia idea es ridícula).
El punto
es simplemente que el imperialismo no colonial es mucho menos riesgoso y
costoso y mucho más lucrativo. Si Estados Unidos puede usar su poder económico
masivo, respaldado por la amenaza de su avasallante superioridad militar, para
comandar la economía mundial, ¿por qué querría empantanarse en la dominación
colonial?
Lo que
ha estado sucediendo en Iraq quizá compruebe el punto. El desastre que ha estado
haciendo Estados Unidos con la ocupación puede confirmar simplemente que la
ocupación a largo plazo no era realmente lo que tenían en mente.
¿Cuál era el objetivo?
Como ha
estado diciendo mucha gente, la administración Bush estaba planeando que podría
solamente decapitar el régimen y dejar el Estado iraquí básicamente intacto,
pero con un liderazgo más sumiso y menos espinoso y con las compañías
norteamericanas bien atrincheradas en la economía. Esa es seguramente la
estrategia preferida, aun cuando las aventuras imperialistas como éstas tienen
una posibilidad de ir mal y de crear sus propios imperativos.
Mi
segunda razón para rechazar la idea de que el régimen de Bush representa un
quiebre con la anterior política exterior norteamericana es que no hay manera
en que lo que está haciendo ahora tenga sentido a no ser que se oponga a los
antecedentes de lo que fue antes. El punto más obvio es que Bush no podría
hacer lo que está haciendo si Estados Unidos no hubiera estado construyendo su
poderío militar masivo por decenios, con la intención explícita de convertirse
en la fuerza militar más poderosa del mundo, por mucho.
De
hecho, es verdad que la administración de Bush ha sido notablemente abierta
sobre sus intenciones de ejercer una hegemonía global absoluta. Hasta ha
producido documentos diciéndolo en tantas palabras, en particular el documento
de estrategia de seguridad publicado en septiembre de 2002. Ese documento deja
en claro, sin ambigüedades, que el objetivo es tener un poderío militar tan superior
al de los otros que ningún Estado, enemigo o amigo, soñara con desafiar a
Estados Unidos como potencia global o incluso regional.
¿Pero
cuán diferente es esto de lo que pasaba antes? Otras administraciones pueden no
haber sido tan claras y explícitas sobre esto, pero el proyecto de Bush sería
una ilusión si Estados Unidos no hubiera creado una fuerza militar que según
algunas mediciones es mayor y más poderosa que la de todos los demás juntos.
Esta
fuerza no es solamente mayor y más poderosa que cualquier enemigo concebible o
hasta todos los enemigos combinados, sino –y esto puede ser todavía más
importante– mayor y más poderosa que todos sus competidores amigos, por
separado o todos juntos. El punto es que esta fuerza militar masiva no ha sido
construida en un momento de descuido y Bush no está desplegando el poderío
militar norteamericano simplemente porque está ahí. Este es un asunto de
política y lo ha sido por mucho tiempo.
Las
políticas de Bush son ciertamente extremas y temerarias, pero seguramente
podemos ver sus raíces en lo que las precedió. Seguramente podemos ver su
conexión con el patrón de política norteamericana de hace al menos medio siglo,
desde que Estados Unidos se embarcó en su proyecto de hegemonía global de doble
filo al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el sistema de Bretton Woods
estableció efectivamente su hegemonía económica y su supremacía militar fue
exhibida con la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.
Superioridad militar
Yo diría
de inmediato que no pienso que sea suficiente atribuir todo esto a las
relaciones de EU con la Unión Soviética. No creo que sea suficiente decir que
Estados Unidos construyó su poderío militar simplemente para contener a la
Unión Soviética y mantener su posición en el mundo bipolar que se desarrolló
como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.
A
primera vista, podría pensarse que esto es lo que cualquier potencia imperial
trataría de hacer. ¿No es autoevidente que cualquier potencia imperial trataría
de alcanzar superioridad militar sobre cualquier potencial rival?
Para
contestar esta pregunta, obviamente tenemos que conocer algo de la naturaleza
específica del poder capitalista. Sabemos, primero, cómo opera al nivel de
explotación de clase. El capital puede explotar al trabajo sin esgrimir
directamente lo que Marx llamaba la fuerza extraeconómica; por ejemplo, del
tipo de poderes militar, político y judicial que constituían el poder
explotador directo de los señores feudales.
En el
capitalismo, son imperativos económicos las obligaciones de los desposeídos,
que obligan a los trabajadores a vender su fuerza de trabajo por un salario y
posibilita al capital ejercer poder sobre ellos. El modo de explotación
capitalista no opera a través del poder de la coerción directa, sino a través del
medio económico del mercado.
Obviamente,
es el poder ejercido no directamente por los patrones, sino por los mercados y
lo que lo hace posible es la dependencia del mercado de productores directos.
Entonces,
esa es la naturaleza específica de la dominación de clases en el capitalismo,
que lo diferencia de otras formas. Hay una diferencia análoga entre el
capitalismo imperialista y las formas precapitalistas; el imperialismo
precapitalista, para simplificarlo, era el ejercicio directo de la fuerza coercitiva
para capturar territorio, para extraer trabajo y recursos de pueblos sometidos
o para tomar el control de rutas comerciales.
El
imperio romano era una simple operación de anexión de tierras, principalmente
por el interés de una oligarquía terrateniente. El imperio español creó una
nueva oligarquía de conquistadores en Sudamérica que explotaba el trabajo
indígena, mientras que la economía en España dependía cada vez más del oro y la
plata extraídos de las colonias. Los imperios comerciales como el imperio
musulmán árabe, los imperios veneciano y holandés, usaron su poder para
controlar las rutas comerciales o para imponer monopolios. Y así.
Ciertamente,
no estoy sugiriendo que los poderes capitalistas no estuvieran profundamente
involucrados en este tipo de imperialismo. El imperio británico hizo todas las
cosas que acabo de mencionar, y más. El punto es, sin embargo, que el
capitalismo ha creado su propia forma distintiva de hegemonía imperial, que
nunca había sido posible antes.
Capitalismo e imperio
Como la
explotación de clase capitalista, la forma capitalista del imperialismo reside
no tanto en la coerción directa como en la dependencia del mercado de los
actores económicos y la capacidad del poder imperial de manipular los mercados.
Ciertamente
es verdad que las economías subordinadas tienen que ser hechas dependientes del
mercado, así como los productores independientes tenían que ser dependientes
del mercado a través de la expropiación para producir una clase trabajadora
capitalista y la transformación a la dependencia del mercado ha sido
frecuentemente un asunto sangriento, aunque hoy tenemos algo llamado “ajuste
estructural”.
Una vez
que la transformación es alcanzada, mucho del trabajo del imperialismo puede
ser realizado por las operaciones del mercado, a través del control de los
sistemas financieros, la deuda y demás. En balance, cualquier economía
capitalista lo suficientemente dominante para hacer su trabajo imperial de esa
manera preferirá esta modalidad económica de dominación imperial –como ha hecho
generalmente Estados Unidos– antes que la costosa y peligrosa práctica de
dominación colonial directa.
Es
cierto que ha llevado un muy largo tiempo perfeccionar esta clase de imperio.
Los británicos nunca pudieron llegar a manejarlo, pero Estados Unidos lo ha
hecho, al menos, desde la Segunda Guerra Mundial. Aquí tenemos un problema.
El
capitalismo crea una forma de relación peculiar entre el poder político y el
económico. Hay un sentido en el que el capitalismo es el único sistema que puede
decirse que tiene poder económico, distinto y separado del político o militar.
Obviamente,
esto no significa que otras formas sociales no fueran modeladas decisivamente
por sus condiciones materiales de existencia y reproducción social. Lo que
quiero decir es que el capitalismo es el único sistema del que puede decirse
que tiene una “esfera” económica distintiva, el único sistema en el que hay
imperativos puramente económicos, imperativos del mercado, imperativos de la
competencia y maximización de beneficios y demás.
Esto
también significa que el capitalismo es la única formación social que puede
permitir sistemáticamente que el poder de la explotación y la acumulación
sobrepasen por mucho la extensión de la dominación política o militar directa.
En formaciones no capitalistas, no importa cuánto excedente sea producido por
el productor directo, la capacidad de explotar a las clases para apropiarse de
ese excedente no puede sobrepasar sus poderes extraeconómicos, por ejemplo sus
poderes políticos, judiciales o militares. El poder de la clase capitalista no
está limitado de esa manera y lo mismo sucede con el capitalismo imperialista.
Sin
embargo, el capitalismo no puede existir sin el respaldo del poder extraeconómico,
aun si ese poder es esgrimido con una quita del capital mismo. La capacidad de
imponer su poder económico a tan amplia escala depende de la capacidad que
tenga de apartarse de las limitaciones de la dominación militar y política,
pero todavía necesita la ayuda de los poderes políticos y militares para
mantener el orden social y crear condiciones de acumulación del capital.
El papel del Estado
De
hecho, el capitalismo, más que cualquier otra formación social, necesita un
elaborado, estable y predecible orden legal, político y administrativo. El
hecho de que el capital prospera apartándose del poder extraeconómico significa
que tiene que apoyarse en poderes económicos y militares externos a él para
proveer ese orden. Sobre todo, tiene que apoyarse en un poder estatal separado.
Para
decirlo de otra manera, las propias características que permiten al capital
extender su poder económico son las mismas que lo hacen dependiente de algo
como el Estado moderno.
Ahora en
estos días, regularmente nos dicen que la llamada “globalización” está haciendo
al Estado-nación irrelevante. También se habla mucho del llamado “gobierno
global”. Esta suposición hace que la relación entre la economía y el Estado
parezca una muy simple y mecánica relación entre base y superestructura: una
economía global no necesariamente significa un gobierno global, sino un Estado
global.
Por
supuesto, estas teorías reconocen que las formas políticas han sido diletantes
para ponerse a la par de la economía global, pero el argumento parece ser que,
al menos, hay una relación inversa entre el alcance geográfico del poder
económico y la importancia del Estado-nación o cualquier tipo de estado
territorial.
Este no
es una afirmación hecha sólo por los teóricos convencionales de la
globalización; es también la raíz de la actualmente más de moda teoría de
Imperio, del libro de Michael Hardt y Antonio Negri. Todo el argumento se basa
en la premisa de que la expansión global del capital significa el desarrollo de
un nuevo tipo de soberanía.
“Nuestra
hipótesis básica”, dicen Hardt y Negri en su libro, “es que la soberanía ha
tomado una nueva forma compuesta de una serie de organismos nacionales y
supranacionales bajo una sola lógica de dominación. Esta nueva forma global de
soberanía es lo que llamamos Imperio” (Imperio, xii).
Su
síntoma primario es “la declinante soberanía de los Estados-nación y su
creciente incapacidad para regular los intercambios económicos y
culturales...”. Y aquí está la parte importante: “en este espacio uniforme del
Imperio, hay un no-lugar de poder –está en todas partes y en ningún lado–.
Imperio es una no-utopía o realmente un no-lugar” (p. 190).
Volveré
más tarde a las implicaciones políticas de ese argumento. Por ahora, sólo
quiero insistir en que esta noción de la relación entre el poder económico y el
político en el capitalismo global simplemente está mal.
El
capital no depende menos de los Estados territoriales de lo que lo hizo
siempre. En algunas formas, es todavía más dependiente y, ciertamente, el mundo
es más que antes un mundo de Estados nacionales. El capitalismo no inventó a
los Estados-nación, pero no es accidental, como dicen, que el periodo que ha
visto extenderse a los imperativos capitalistas por el mundo ha sido también el
periodo en el cual el Estados-nación más o menos se ha convertido en la única
forma política.
Los instrumentos del gobierno global
Lo que
estoy diciendo es que el orden legal, político y administrativo que necesita el
capital simplemente no puede coincidir con la extensión del poder económico
capitalista y no puedo imaginarme un día en el que podrá serlo.
Sin
duda, es verdad que el Estado-nación está teniendo que responder a las demandas
del capital global. Sin duda, es verdad que ciertos principios administrativos
se han internacionalizado para facilitar los movimientos del capital a través
de las fronteras nacionales.
También
es cierto que hay ciertas organizaciones internacionales que hacen el trabajo
del capital global. Si eso es a lo que la gente se refiere cuando habla de la
“internacionalización” del Estado, no tengo objeciones, pero afrontémoslo; los
principales instrumentos de gobierno global siguen siendo, sobre todo,
Estados-nación.
Así que
necesitamos ser muy claros sobre la continuidad y la importancia crítica de los
Estados territoriales para el sistema capitalista. Aun si no estuviéramos
viviendo en un mundo de desarrollo desigual, es difícil –de hecho imposible–
imaginar algo remotamente similar a una organización global del orden finamente
sintonizado que necesita el capital.
Por
supuesto, vivimos en un mundo de desarrollo desigual y aquí hay otra razón para
la coexistencia de una economía global con un sistema fragmentado de Estados
locales. Rutinariamente nos dicen que la llamada globalización significa una
economía integrada, pero no es así.
El punto
básico es que el capital global se beneficia de lo que nosotros llamamos
globalización, pero lo que no hace y no puede hacer es organizar la
globalización. Algunos investigadores han demostrado que las corporaciones globales
no pueden organizar sus propias operaciones internacionales ni hablar de la
economía global. De todas maneras, necesitan Estados que organicen el mundo
para ellos y, mientras más global se haya convertido la economía, más circuitos
económicos han sido organizados por relaciones estatales e interestatales. Son
los Estados, no las organizaciones internacionales como el FMI o la OMC, los
que son indispensables para el capital global.
Lo que
quiere decir todo esto es que la relación entre el poder económico y político
en el capitalismo, entre el capital y el Estado, no es sólo una simple relación
mecánica de superestructura que refleja a la base; es una relación de
contradicción. Sólo hasta ahora estamos empezando a ver las implicaciones de
esa contradicción.
Siempre
y cuando hubiera una conexión más o menos clara entre las economías nacionales
y los Estados-nación, esa contradicción, o potencial contradicción, era más o
menos manejable, pero ahora la desconexión está volviéndose muy visible.
De
nuevo, el punto no es que el capital haya escapado de los límites del
Estado-nación haciéndolo irrelevante. Si realmente fuera verdad que el capital
global crea una obligación de un correspondiente Estado global, no estaríamos
hablando de contradicciones, pero si el capital global realmente necesita
Estados territoriales –como insisto en que los necesita– entonces realmente hay
un problema.
Inestabilidades y peligros
Lo que
estoy diciendo aquí es que el nuevo imperialismo, el imperialismo de Estados
Unidos hoy, es un asunto complicado y contradictorio. Su esencia es un orden
económico global, administrado por un sistema de múltiples Estados locales. No
hace falta demasiada imaginación para ver que ésta puede ser la fuente de
severas inestabilidades y peligros para el dominio del capital global.
No
deberíamos sorprendernos de que la hegemonía imperial de hoy se sienta
compelida a confrontar la contradicción tratando de controlar el sistema de
Estados múltiples. Ni debería sorprendernos de que la fuerza militar juegue un
rol principal en ese intento, pero es ahí donde empiezan a emerger los serios
problemas de esa estrategia imperial. En los días del imperialismo clásico,
solía ser bastante claro para qué era esa fuerza militar. Después de todo, no
hay nada misterioso en la función de la guerra en la conquista de colonias o en
las rivalidades interimperialistas sobre territorio colonial.
Pero
¿qué es, precisamente, lo que la fuerza militar tiene que hacer en el nuevo
imperialismo? ¿Cuál es, exactamente, su función en el mantenimiento de la
hegemonía del capital global?
El
problema más elemental es que incluso una fuerza militar tan poderosa como
Estados Unidos no puede estar activa en todas partes, todo el tiempo; y, en
cualquier caso, el desorden social ocasionado por la guerra constante en varios
frentes difícilmente conduzca a la acumulación del capital.
Un
problema todavía más básico es que el objeto de la fuerza militar no es algo
tan claro y definido como capturar algún territorio identificable o derrotar
algún rival en particular. ¿Cuál es la función de la fuerza militar en el
control de un sistema de múltiples Estados que se supone que están manteniendo
el orden en una economía global? ¿Cómo mantener esos Estados en línea
negándoles la capacidad de hacer su trabajo para el capital global?
De
hecho, la situación es aún más complicada. La competencia capitalista es un
asunto bastante más complicado que una línea recta, una rivalidad que suma cero
sobre el territorio colonial. Las principales potencias capitalistas hoy tienen
poca probabilidad de ir a una guerra entre ellas, tan sólo porque, a pesar de
cuán dañadas estén sus economías por la competencia, se necesitan unas a otras
como mercados y fuentes de capital.
Así, la
hegemonía imperial en el mundo del capital global depende de controlar a los
competidores sin ir a la guerra con ellos.
Pienso
que lo que estamos viendo ahora en el régimen de Bush es una respuesta a estas
contradicciones. La doctrina Bush es una doctrina de guerra de final abierto,
guerra sin objetivos específicos y sin límites en espacio y tiempo. Como dije
antes, ciertamente no negaría que esta administración es realmente loca y
temeraria en la aplicación de esta doctrina y probablemente termine en una
autoderrota.
No
obstante y aun si consideramos que la doctrina del régimen de Bush ha llevado a
la doctrina militar de EU a nuevos e insostenibles extremos, es difícil
imaginar una doctrina muy diferente que fuera apropiada para el proyecto de
hegemonía imperial en este tipo de mundo. El extremismo de la actual
administración puede estar socavando su propio proyecto, pero la doctrina de la
guerra sin fin, en propósitos o en tiempo, no es realmente nueva.
Por esa
razón, es difícil imaginar qué otro tipo de doctrina militar podría sustentar
la hegemonía del capital global de EU, en una economía global administrada por
muchos Estados locales. Las administraciones anteriores a Bush realmente no
presentaron algo muy diferente. Pensemos solamente en la manera en la que la
más benigna administración de Clinton amplió los horizontes de la guerra con su
llamada guerra “humanitaria”.
Cualquier
proyecto de hegemonía imperial en un sistema global administrado por múltiples
Estados necesitará poderío militar para desempeñar una variedad de funciones
diferentes, ninguna de las cuales es claramente definida y autolimitada. Las
tareas de la fuerza militar en un proyecto como éste probablemente sean de
final abierto, sin objetivos específicos, final del juego o estrategia de
retirada.
Es
seguro que hay objetivos obvios, como el control de los abastecimientos de
petróleo o el cambio de régimen para instalar un poder estatal obediente, pero
estas metas relativamente bien definidas son, si pensamos en ellas, sólo una
pequeña parte de lo que se necesita hacer para sustentar este tipo de hegemonía
global. Por alguna razón, hay relativamente pocos candidatos serios para el
cambio de régimen por medio de la guerra.
No sólo
estoy hablando de los peligros para Estados Unidos y sus aliados de enfrentarse
a un adversario realmente riesgoso como Corea del Norte, más que un peligro
superficial, como Iraq. También estoy hablando de los problemas de invadir
ciertos otros países que, desde el punto de vista norteamericano, han tomado un
curso errado, no Estados fallidos o un Estado bellaco, sino lo que podría
llamarse Estados más normales, convencionales.
El efecto “demostración”
Tomemos
el caso de Brasil, por ejemplo. Supongamos que Lula, en lugar de seguir los
consejos de los economistas neoliberales, hubiera hecho lo que esperábamos que
hiciera y diera el ejemplo a las fuerzas opositoras en todo el mundo. Estados
Unidos no estaría muy contento, pero –a pesar de que podría probárseme, por
supuesto, que estaba embarazosamente equivocada sobre esto– a mí no me
parecería algo más inconcebible el que Estados Unidos respondiera invadiendo
Brasil.
¿Entonces
qué otros objetivos de acción militar hay ahí? El llamado “efecto demostración”
es siempre, y crecientemente, una consideración principal para mostrar al mundo
que la fuerza militar de EU puede ir a todos lados, en cualquier momento.
Precisamente porque Estados Unidos no puede estar en todas partes todo el
tiempo y porque no puede establecer un sistema de Estados subordinados por
medio de la guerra constante, tiene que demostrar su supremacía militar con
cierta regularidad.
El
efecto demostración puede ser alcanzado de mejor manera yendo a la guerra
contra amenazas inexistentes, contra blancos inexistentes escogidos
precisamente porque no significan ninguna amenaza real y pueden ser derrotados
fácil e idealmente en lugares en los que a Estados Unidos no importe mucho lo
que suceda con el adversario.
Eso, por
ejemplo, es lo que pasó en Afganistán y podría decirse que es en gran parte lo
que pasó en Iraq también. Claro, en Iraq está la cuestión del petróleo, además
de la consolidación de la presencia militar de EU en la región, mientras se
retira de Arabia Saudita, pero pienso que es seguro decir que, cualquiera que
sean los otros objetivos que Estados Unidos pueda haber tenido, uno de sus
principales objetivos eran, en sus propias palabras, “shock y pavor”; no sólo
shock y pavor para Saddam Hussein o incluso los otros regímenes recalcitrantes
de la región, a pesar de que ese sea el factor principal, especialmente en
relación con Irán, sino también shock y pavor para todo el mundo, incluidos sus
propios aliados.
El
régimen de Bush escogió a Iraq no porque representaba una amenaza para Estados
Unidos o sus aliados, sino, por el contrario, porque no representaba una
amenaza real para nada y la llamada coalición podría infundir “shock y pavor”
con poco riesgo para sí misma.
La tarea
más dura, sin embargo, es mantener las relaciones hegemónicas correctas con
competidores amistosos. Este problema es más difícil para Estados Unidos que
nunca antes por dos razones principales. Por una parte, la desaparición de la
Unión Soviética ha privado a Occidente de un enemigo común y ha hecho más
difícil alinear a los aliados norteamericanos.
Incluso
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos gozaba de una
hegemonía económica bastante incuestionable, se apoyaba en alianzas dominadas
por EU como la OTAN para mantener su dominación sobre las otras potencias
capitalistas. Hoy la situación es más complicada, porque la hegemonía económica
de EU no es tan incuestionable como lo era antes.
Esto
significa que Estados Unidos está tendiendo a apoyarse más abiertamente que
nunca en su incuestionable supremacía militar, pero está haciéndolo en un
momento en que no hay objetivos militares claros por perseguir y cuando no
existe un enemigo común obvio. Por supuesto, ha tratado de reproducir los
efectos de la Guerra Fría con la llamada “guerra contra el terrorismo”, pero
eso no es muy convincente como una tarea para la fuerza militar masiva.
Lo mejor
que ha podido hacer Estados Unidos –y el objetivo explícitamente anunciado de
la doctrina Bush– es hacer su fuerza militar tan masiva que ningún potencial
rival soñaría con desafiarlo o tratar de igualarlo como una potencia global o
incluso regional.
La supremacía
militar no puede, hasta el final, ser suficiente –especialmente cuando la
potencia dominante no puede ir a la guerra contra sus principales
competidores–, pero el poderío militar masivo tiene al menos un efecto de
advertencia. Entonces, Estados Unidos ha hecho lo posible para evitar que sus
aliados desarrollen fuerzas militares independientes.
Los
aliados sin duda han estado contentos de dejar que Estados Unidos sea el
policía del mundo para el capital global, pero todo lo que escuchamos frecuentemente
sobre el fracaso de Europa para hacer su trabajo en la alianza disfraza el
hecho de que Estados Unidos hubiera preferido que los aliados se mantuvieran en
su lugar, y ha hecho todo lo posible para asegurarse de eso.
Cuando
Estados Unidos alienta algún tipo de reforma militar en Europa, ésta está
diseñada para mantener su supremacía intacta; por ejemplo, la “modernización de
la OTAN, que tendría el efecto de mantener las fuerzas europeas aún más
dependientes de los sistemas técnicos y de comunicación norteamericanos, para
que fuera de la alianza sólo pudieran operar de una manera degradada. Al final,
¿qué posibilidad o incentivo hay para tratar de igualar la siempre más cara
fuerza militar de Estados Unidos?
Buenas noticias
Esa es
la mala noticia. Estoy segura de que ninguno de ustedes necesita que lo
convenzan de que esta estrategia representa un enorme peligro para el mundo
entero. El proyecto de hegemonía global norteamericano está impulsando
constantemente a revolucionar los instrumentos de la guerra y estos
instrumentos son inservibles si no son puestos a prueba y usados.
También
hay buenas noticias. Déjenme ponerlo de esta manera. Supongamos que fuera
verdad que la economía global significa la creciente irrelevancia de los
Estados territoriales. Supongamos, por ejemplo, que Hardt y Negri tienen razón
sobre la emergencia de un nuevo tipo de “soberanía” que está desplazando al
Estado. ¿Cuáles serían las implicaciones políticas?
Bueno,
Hardt y Negri mismos nos dicen bastante claramente lo que son esas
implicaciones y tengo que admitir que en este punto al menos tienen razón. Aquí
está lo que dicen sobre las implicaciones de un mundo en el cual no hay, según
sus palabras, “lugar de poder”, un mundo en el que Imperio es un “no-lugar”.
“La idea
de contrapoder y la idea de resistencia contra la soberanía moderna en general,
así se vuelve menos y menos posible... Se tendría que encontrar un nuevo tipo
de resistencia que fuera adecuada a las dimensiones de la nueva soberanía...
Hoy, también, podemos ver que las formas tradicionales de resistencia, como las
organizaciones institucionales de trabajadores desarrolladas durante la mayor
parte de los siglos diecinueve y veinte han comenzado a perder su poder” (p.
308).
Pensemos
cuidadosamente en lo que esto significa. No hay, sugieren ellos, concentración
identificable de poder capitalista en el Imperio global de hoy. Eso significa
que tampoco es posible un contrapoder. Sobre todo, las luchas políticas, en
general, y los partidos de la clase obrera, en particular, ahora son una
irrelevancia.
Hardt y
Negri también son muy críticos de las fuerzas opositoras que se concentran en
luchas locales y nacionales, que también son consideradas irrelevantes.
Entonces, ¿qué clase de resistencia es posible? Desafío a cualquiera a
zambullirse en todo el libro de Hardt/Negri y que encuentre algo que cuente de
manera convincente como una oposición efectiva.
Lo que
tenemos es una charla casi mística sobre cómo un Imperio que está en todas
partes y en ningún lado puede ser atacado en cualquier punto, en gran parte,
cambiando subjetividades. Muchas personas han leído este libro como un
manifiesto optimista para el movimiento anticapitalista, pero para mí es menos
convincente como un manifiesto para una nueva estrategia anticapitalista que
como un argumento derrotista de la imposibilidad de oposición.
Mi punto
es que la primera premisa de ese derrotismo está errada. Estoy de acuerdo en
que, si el Imperio realmente fuera un no-lugar, en todos lados y en ninguna
parte, el juego estaría terminado para nosotros los socialistas, pero lo que
estoy discutiendo aquí es que ese imperio es un “lugar” como siempre lo fue,
que hay concentraciones realmente visibles de poder capitalista, que el Estado
es ahora más que nunca un punto de concentración de poder capitalista y que ese
contrapoder no sólo es posible, sino necesario.
El
principal lugar de poder capitalista es, por supuesto, Estados Unidos. Lo que
he estado tratando de sugerir aquí es que este poder imperial depende no sólo
de su propio Estado doméstico, sino de todo el sistema global de múltiples
estados. Eso significa que cada uno de esos Estados es un área de lucha y un
potencial contrapoder.
No es
necesario decir que las luchas en el corazón del imperio tendrían el mayor
efecto. Pero cada Estado del que depende el capital global es un blanco
importante para sus propias fuerzas opositoras y para la solidaridad
internacional. Protestas contra las cumbres de la Organización Mundial del
Comercio o el G8 pueden, sin duda, cambiar el clima político, pero al final no
sustituyen a la oposición políticamente organizada al poder del capital
organizado en Estados-naciones.
La lucha
política organizada puede parecer más difícil de alcanzar que el tipo de oposición
simbólica que ni siquiera se considera un contrapoder, pero negar la
importancia, hasta la posibilidad, de ese tipo de lucha política me parece una
conclusión muy pesimista.
Esa
conclusión efectivamente significa que el capital global no ofrece blancos
visibles ni posibilidades reales de lucha. Significa que no hay mucho más que
hacer que resignarse a la realidad del capitalismo y, a lo mejor, negar al
sistema en nuestros corazones. Bueno, simplemente no lo creo.
La
autora es filósofa marxista norteamericana, ex profesora de la Universidad de
York, Canadá, y autora de Democracy Against Capitalism (1995) y Rising from the
Ashes (1999), entre otros trabajos. Traducción de Victoria Rouge (Panorama
Internacional). Fuente: Against the Current, Vol. XVIII, No. 6. Correspondencia
de Prensa, No. 303, marzo de 2004.