El capitalismo y la forma
nuclear de la familia de clase obrera.
Extracto de Wally Seccombe, Enfrentando
la tormenta: Las familias de clase obrera desde la revolución industrial hasta
la declinación de la fertilidad (Londres, Verso, 1993)
¿ Acaso
el capitalismo propicia el surgimiento de una forma particular de familia entre
los asalariados? Dada la variedad de efectos casuales implicados en este
asunto, es mejor buscar una respuesta dividiendo el planteamiento en tres
partes: Si acaso, ¿qué formas de familia el capitalismo: a) obstaculiza o
impide que se den: b) admite o incorpora: c)nutre y estabiliza?
En
cuanto modo de producción, el capitalismo impide activamente la formación de
cualquier ciclo familiar (tales como los de la familia extendida y la conjunta,
respectivamente) basado en la continuidad generacional en la propiedad de
medios de producción. Dado que los proletarios carecen de toda forma de
propiedad privada productiva que pueda transmitirse de los padres a sus hijos,
su ciclo familiar es necesariamente discontinuo. La herencia sigue siendo
perfectamente legal y los trabajadores sí legan formas nominales de riqueza,
pero para aquellos que no pueden reivindicar el derecho a la propiedad
productiva, este derecho no tiene un impacto sustancial en las relaciones entre
padres e hijos. Cuando los capitalistas conquistaron el derecho indiscutible de
contratar y despedir obreros a su voluntad, seleccionándolos individualmente
sin referencia a sus antecedentes familiares, su status en la comunidad o el
oficio de su padre, los padres obreros perdieron el control sobre la transición
a la edad adulta. A los jóvenes proletarios no les quedó más alternativa que
buscar trabajo por su propia iniciativa con la esperanza de ser contratados "por
sus méritos". Así como los jóvenes quedaron libres para encontrar trabajo,
así también lo quedaron para conseguir su propio alojamiento residencial y
posibles compañeros maritales. Las dos últimas prerrogativas dependían
pragmáticamente de la primera. Una vez que la forma salarial se desarrolló
completamente como el pago a una persona que tenía el derecho a gastarlo como
bien le pareciera, no hubo nada que impidiera que los jóvenes proletarios
dejaran la casa paterna tan pronto como conseguían trabajo de tiempo completo,
procediendo a casarse con quien quisieran una vez que lo pudieran costear. Con
el paso del tiempo, estos patrones se volvieron cada vez más comunes. De hecho,
el capitalismo cortó el ciclo familiar en el punto de transición de una familia
de nacimiento a una familia procreativa. Los proletarios en su gran mayoría
sólo podían sostener la versión de la familia nuclear de dos generaciones. (No
quiero implicar con esto que eran incapaces de aumentar el núcleo doméstico con
huéspedes y familiares. Pero nos ocupamos aquí de la forma del ciclo familiar,
y para los proletarios la renovación generacional es necesariamente
discontinua).
A pesar
de la brecha que el capitalismo abrió en el ciclo familiar, los lazos de
obligación familiar entre los hijos adultos y sus padres se han sostenido de
manera sorprendentemte vigorosa a lo largo de la era moderna. Aunque la
prerrogativa de contratar la conserva indiscutiblemente el patrón, los padres
logran con frecuencia ayudar a sus hijos a conseguir sus primeros trabajos, y
las redes de parentesco siguen siendo un recurso vital en el mercado laboral.
La influencia paterna sigue latente en la selección de la pareja, y los recién
casados, al instalar sus propios hogares, con frecuencia tratan de quedar cerca
de sus padres. Independientemente de donde vivan, la mayoría de los adultos
jóvenes siguen en contacto regular con sus padres y los mantienen, aunque sea
de forma frugal, en su vejez. Sin embargo, estas conexiones, notables por sí
mismas, no reciben un apoyo estructural del capitalismo como modo de
producción, con el resultado de que se han erosionado con el tiempo. En tanto
que se han podido conservar, ello ha sido por el compromiso tenaz de gente que
actúa a contracorriente del sistema.
Una vez
bloqueados otros tipos de formación familiar, el capitalismo admite la forma
nuclear: los salarios privados sostienen grupos familiares autónomos al
interior de los cuales los proletarios tienen la libertad de engendrar y criar
a niños. ¿Pero acaso el modo de producción capitalista fomenta esta forma? No
lo creo. El defecto fundamental del capitalismo en este respecto reside en la
forma salarial y la falta de seguridad en el empleo. Como ya se ha expuesto, el
salario no hace una provisión especial para la manutención de un grupo
familiar. No reconoce ni compensa la crianza de niños, excluyendo medios de
recuperar los costos de la crianza de los niños y no induce a que los hijos
adultos mantengan a sus padres viejos. En vez de ello, el salario crea un
incentivo individualista en los trabajadores como óptimos aprovechadores de
medios de subsistencia para formar relaciones temporales de acuerdo con la
naturaleza episódica del empleo y su contrato arbitrariamente terminable. Esto
milita en contra de la formación duradera de familia, la crianza costosa, la
fidelidad marital por toda la vida y la lealtad incondicionada a la parentela.
La inseguridad económica y la movilidad incesante propiciadas por el
capitalismo dificulta conservar juntas a las familias y asegurar la permanencia
de su residencia, particularmente entre los estratos más bajos de la clase
obrera. Los mercados de todo tipo "reducen los individuos a abstracciones:
compradores y vendedores anónimos cuyos derechos entre sí están determinados
sólo por su capacidad de pagar". La naturaleza misma de los contratos
comerciales - limitados temporalmente y terminables a voluntad - hace que la
promesa matrimonial de por vida "hasta que la muerte nos separe" se
vuelva un anacronismo histórico. Las relaciones sociales capitalistas favorecen
un divorcio más fácil y, a la larga, una monogamia sucesiva, pero no determinan
estas normas maritales en un sentido fuerte o suficiente.
Quedan
otros bastiones del orden capitalista - las iglesias, las escuelas y las
agencias del estado de bienestar - que promueven activamente la vida familiar
al tiempo que desechan arreglos domésticos alternativos. Los ideólogos
burgueses de toda calaña se alarman perennemente por la "crisis de la
familia", advirtiendo acerca de su vulnerabilidad y su posible
desintegración. Enfrentando todos estos pronósticos, la forma de la familia
nuclear ha resultado ser extremadamente resistente. Al profetizar su muerte
inminente, los alarmistas han exagerado repetidamente su fragilidad. Al obrar
así, los gurúes conservadores han registrado, sin embargo, una conciencia
visceral de los modos en los cualtes el sistema económico desata lo que ellos
defienden a capa y espada y mina la forma de familia que ellos consideran
sagrada. Los conservadores de la era victoriana, menos impresionados con las
maravillas del capitalismo de laissez-faire, estaban dispuestos a
reconocer este antagonismo. Los conservadores modernos prefieren achacar los
males de la familia al desenfreno sexual, la degeneración moral y al reptante
socialismo del bienestar.[1]
Conclusión
En Un
milenio de cambio en la familia, yo traté de mostrar cómo las formas de la
familia cambiaron en la transición del feudalismo al capitalismo. En este texto
se ha seguido el mismo procedimiento, relacionando cambios en las familias
obreras con las transformaciones del modo de producción capitalista durante la
primera y la segunda revolución industrial. Si esta perspectiva es válida,
esperaríamos descubrir que, una vez más, la maduración de la tercera revolución
del capitalismo produciría cambios profundos en las formas de la familia. De
hecho, esto es lo que ha ocurrido. Desde los sesenta, a lo largo y ancho del
mundo capitalista desarrollado, las formas de la familia han cambio
profundamente de diversas maneras:
• Con un alza sostenida en las tasas de empleo de
las mujeres casadas, la tradicional economía familiar, basada en el hombre que
gana el pan y la mujer que trabaja en su casa de tiempo completo, ha sido
reemplazada por una norma familiar de dos asalariados. En los cincuenta, sólo
entre 10 y 15 % de las mujeres casadas trabajaban por un salario; ahora,
aproximadamente la mitad están en ese caso. Aunque las tasas varían por país,
el incremente ha ocurrido en todos los casos. Ni las recesiones, ni el
surgimiento del tradicionalismo "pro-familia" han forzado a las
mujeres a retirarse de su involucramiento creciente en la fuerza de trabajo
asalariada. La declinación de la norma del hombre como sustento de la familia
ha perturbado profundamente las relaciones conyugales, reduciendo la
dependencia económica de la mujer con respecto del marido, disolviendo un
atrincherado sentido de la división natural del trabajo entre cónyuges y
socavando las prerrogativas consuetinarias del hombre como único asalariado en
la familia (sobre todo, el derecho a tratar la casa como un cento de descanso,
exentándose del trabajo casero y del cuidado de los niños).
• La institución del matrimonio se ha
transformado. Su contrato se ha secularizado y ahora se regula casi
exclusivamente por el código civil. Las justificaciones legales para la
disolución del matrimonio se han ampliado, el galimatías judicial se ha
simplificado y sus costos se han reducido. Las opciones de proceso sin
culpables se han hecho posible para terminar con una unión legal sin someterse
al tormento de una lucha desagradable en la corte. Como resultado de ello, las
tasas de divorcio han remontado hasta los cielos. Antes de 1914, en Inglaterra
y Gales, se concedían menos de mil acuerdos de divorcio al año; en la práctica,
el divorcio no estaba al alcance de los proletarios. Para los ochenta, unos 150
mil acuerdos eran concedidos cada año y, aproximadamente, cuatro de diez
matrimonios terminaron en divorcio. La masa del incremento se había dado entre
solicitantes de la clase obrera. Para 1984, las mujeres iniciaban el 73% de los procesos de divorcio.
• Las crecientes tasas de divorcio revelan un
rechazo a relaciones opresivas e infelices, no al matrimonio por sí mismo. En
las mismas décadas en que las tasas de divorcio crecieron, casi todos los
adultos se casaron. En 1950, el 17% de las mujeres británicas que llegaban a la
edad de 45 años nunca se habían casado; para 1975, esta proporción se había
reducido a 7% Antes que soportar un mal matrimonio, la mayoría de la gente se inclinaba
ahora por terminarlo y buscar otra pareja; poco después de haberla encontrado,
se volvía a casar. La mayoría de los divorciados, se vuelve a casar en los seis
años después de haber quedado solo y la edad media para el segundo matrimonio
es la muy baja de treinta y cinco años. Ahora, cuatro de cada diez matrimonios
implican que uno o ambos contrayentes se volverán a casar. Entre los que se
casan por segunda vez, los divorciados sobrepasan a los viudos por cinco a uno,
revirtiendo la proporcionalidad tradicional. Aunque el ideal matrimonial sigue
siendo una unión por toda la vida, la realidad es que las relaciones conyugales
en las sociedades occidentales se están acercando rápidamente a una norma de
monogamia sucesiva.
• Así como las formas de familia y las normas
maritales han cambiado, cambiaron igual los patrones de residencia. El tamaño
medio de un hogar se ha reducido a menos de tres personas, un nivel sin
precedente histórico. Hasta hace poco, la causa más importante de esta
disminución fue la declinación en la tasa de nacimiento. En Europa occidental,
las mujeres dan a luz en promedio a sólo 1.7 niños, muy por abajo de la tasa de
sustitución de 2.1. También ha habido un alza pronunciada en los hogares de una
persona, que se han doblado en las últimas dos décadas. El gran factor que
incide en este fenómeno es una población que envejece, con un número creciente
de personas viudas que viven solas en la fase del "nido vacío" del
ciclo familiar.
• A medida que los hogares occidentales se reducen
en tamaño, su composición se hace más y más variada. Aunque la mayoría de la
gente vive aún en grupos de familia nuclear, una creciente proporción no lo
hace. Las parejas no casadas se inclinan mucho más por vivir juntas
informalmente, puesto que el estigma de hacerlo se disipa. En Inglaterra y
Gales, sólo el 1% de las mujeres que se casaban por primera vez en los
cincuenta informaron haber vivido con sus maridos antes del matrimonio; para
1980, 20% estuvieron en ese caso. A lo largo del mismo periodo, los nacimientos
fuera del matrimonio se hicieron un lugar común. Un nacimiento de cada cuatro
se dio fuera del matrimonio en 1988, cuatro veces la tasa de 1961. A
consecuencia del crecimiento espectacular de las tasas de divorcio, cada vez
más niños viven con uno de sus progenitores, generalmente con la madre. En
1981, un octavo de los hogares británicos con niños dependientes estaban
encabezados por un solo padre (de los que las madres sobrepasaban a los padres
por siete a uno). En Estados Unidos (donde estas tendencias muestran el mayor
avance) se ha estimado que entre el 40 y el 50% de los niños viven separados de
alguno de sus padres algún tiempo antes de su cumpleaños 18, la mayoría por
cinco años o más.
[...]
[Pero,] aunque una forma dominante de familia decline
y su sucesora emerja gradualmente, es mucho más probable que la gran masa de
familias que experimentan la transición sufran antes que disolverse. Esto se
debe, sobre todo, al profundo compromiso que la inmensa mayoría de la gente
asume para preservar sus lazos más cercanos de parentesco.
Tal
devoción tenaz no implica un apego acrítico a "la familia" en su
forma prevaleciente. Los cambios ya bozquejados reflejan una profunda
insatisfacción con y un repudio de características específicas de "la
familia tradicional" como una experiencia vivida. Sin embargo, la
familia nuclear sigue dominando irresistiblemente como un ideal abstracto.
La inmensa mayoría de los que responden a las encuestas insisten en que la
familia nuclear es el mejor de todos los grupos domésticos en donde criar hijos
y preservar una relación amorosa satisfactoria. Al imaginar la sociedad futura
de sus sueños, no pueden concebir otra forma de familia que pudiera satisfacer
las necesidades humanas de intimidad de una manera duradera[2].
Este rechazo hace casi inevitable que los cambios actuales se interpreten como
casos de "derrumbe familiar". Nuestra falta colectiva de imaginación
proviene de la dificultad extrema de forjar alternativas estables a la familia
nuclear, faltándoles, como en efecto, así es, cualquier base de apoyo en las
sociedades occidentales; en consecuencia, parecen aberrantes e inferiores. La
situación presente es, por lo tanto, paradójica. Precisamente cuando "la
familia tradicional" declina y otros modos de vida proliferan, ha habido
una renuncia general a la experimentación comprometida con formas de
cohabitación y cría de niños que eran características notorias de la
radicalización juvenil hace dos décadas.
[1] En su repugnante crítica de la administración de Reagan desde su inimitable punto de vista tory y rojo, Christopher Lasch observa: "Hay una contradicción fundamental entre la defensa retórica de Reagan de 'familia y vecindario' y su defensa a ultranza de las empresas de negocios sin reglas ...Una sociedad dominada por el libre mercado, en la cual el 'sueño americano' significa hacer dinero, tiene poco lugar para los 'valores familiares': "Reagan's victims", New York Review of Books, XXXV-12, 1988, p. 7-8, en la p. 7.
[2] En un estudio sobre familias de trabajadores metalúrgicos de Hamilton, Ontario (realizado por June Corman, David Livingstone, Meg Luxton y el autor) , el 91% de los trabajadores hombres y el 85% de sus compañeras mujeres estuvieron de acuerdo en que la familia nuclear era "la mejor organización posible para criar hijos [y] un área del orden social presente que deberíamos conservar"