Teoremas de la resistencia a los tiempos que corren
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Daniel Bensaid
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TEOREMA 4: LA DIFERENCIA CONFLICTUAL NO SE DISUELVE EN LA
DIVERSIDAD AMBIVALENTE. Como reacción contra una representación
reduccionista del conflicto social al conflicto de clase, es la hora de la
pluralidad de los espacios y de las contradicciones. En su singularidad
concreta e irreductible, cada individuo es en efecto una combinación original
de pertenencias múltiples. La mayor parte de los discursos de la
postmodernidad, como ciertas tendencias del marxismo analítico, llevaron esta
crítica antidogmática hasta la disolución de las relaciones de clase en las
aguas turbias del individualismo metodológico. No son solamente las oposiciones
de clase, sino más generalmente las diferencias conflictivas, que se diluyen
entonces en lo que ya Hegel llamaba "una diversidad sin diferencia":
una constelación de singularidades indiferentes.
Es cierto que lo que pasa por ser una defensa de la diferencia se
reduce a menudo a una tolerancia liberal permisiva que es el reverso consumista
de la homogeneización mercantil. Frente a ese simulacro de diferencia y a su
individualismo sin individualidad, las reivindicaciones identitarias tienden al
contrario a hipostasiar y naturalizar la diferencia de género o de raza. No es
la noción de diferencia la que es problemática (ella permite construir
oposiciones estructurantes), sino su naturalización biológica o su
absolutización identitaria. Así, mientras que la diferencia es una mediación en
la construcción de lo universal, la extrema dispersión por sí misma lleva a la
renuncia de esta construcción. Cuando se renuncia a lo universal, afirma
acertadamente Alain Badiou, lo que triunfa es el horror universal.
Esta dialéctica de la diferencia y de la universalidad está en el
corazón de las dificultades que frecuentemente nos cuesta resolver, como lo
ilustran las discusiones y las incomprensiones acerca de la igualdad o del rol
del movimiento homosexual. A diferencia del movimiento queer que proclama la
abolición de las diferencias de género en beneficio de prácticas sexuales no
exclusivas, hasta rechazar toda afirmación colectiva duradera lógicamente
reduccionista, Jacques Fortín, en su Adieu aux normes, esboza una
dialéctica de la diferencia afirmada por constituir una relación de fuerza
frente a la opresión y de su debilitamiento deseado en un horizonte de
universalidad concreta.
El discurso queer proclama, al contrario, la eliminación inmediata
de las diferencias. Su retórica del deseo, en la que se pierde la lógica de las
necesidades sociales, es el adelantado de un deseo de consumación compulsivo.
El sujeto queer, viviendo en el momento una sucesión de identidades sin
historia, no es más el (la) homosexual militante, sino el individuo cambiante,
no específicamente sexuado o definido por su raza, sino simple espejo roto de
sus sensaciones y sus deseos. No es para nada sorprendente que este discurso
haya tenido una buena acogida por parte de la industria cultural
norteamericana, puesto que la fluidez reivindicada por el sujeto queer está
perfectamente adaptada al flujo incesante de los intercambios y de las modas.
Al mismo tiempo, la transgresión que representaba un desafío a las normas y
anunciaba la conquista de nuevos derechos democráticos se banaliza como momento
lúdico constitutivo de la subjetividad consumista.
Paralelamente, ciertas corrientes oponen a la categoría social de
género, la "más concreta, específica y corporal" de sexo. Pretenden
sobrepasar el "feminismo del género" en beneficio de un
"pluralismo sexual". No es sorprendente que un movimiento tal
implique un rechazo simultáneo del marxismo y del feminismo crítico. Las
categorías marxistas habrían, en efecto, proporcionado una herramienta eficaz
para pensar las cuestiones de género directamente ligadas a las relaciones de
clase y a la división social del trabajo, pero para comprender "el poder
sexual" y fundar una economía de los deseos distinta de la de las
necesidades, sería necesario inventar una teoría autónoma (inspirada en la
biopolítica "foucaltiana").
Al mismo tiempo, la nueva tolerancia mercantil del capital hacia
el mercado gay conduce a atenuar la idea de su hostilidad orgánica hacia
orientaciones sexuales improductivas. Esta idea de un antagonismo irreductible
entre el orden moral del capital y la homosexualidad permitía creer en una
subversión espontánea del orden social por medio de la simple afirmación de la
diferencia: era suficiente que los homosexuales se proclamaran como tales para
estar en contra de él. La crítica de la dominación homofóbica puede entonces
terminar en el desafío de la autoafirmación y en la naturalización estéril de
la identidad. Si, al contrario, las características de hetero y homosexualidad
son categorías históricas y sociales, su relación conflictiva con la norma
implica la dialéctica de la diferencia y de su superación, reivindicada por
Jacques Fortín.
Esta problemática, evidentemente fecunda cuando se trata de las
relaciones de género o de comunidades lingüísticas y culturales, no deja de
tener consecuencias en lo que concierne a la representación misma de los
conflictos de clase. Ulrich Beck ve en el capitalismo contemporáneo la paradoja
de un "capitalismo sin clase". Lucien Séve no teme afirmar que,
"si hay por cierto una clase en un polo de la constricción, el hecho
desconcertante es que no hay clase en el otro". El proletariado se habría
disuelto en la alineación generalizada; se trataría entonces, a partir de
ahora, "de librar una batalla de clase no ya en nombre de una clase sino
de la humanidad".
O bien se trata allí, en la tradición marxista, de una banalidad
que consiste en recordar que la lucha por la emancipación del proletariado
constituye, bajo el capitalismo, la mediación concreta de la lucha por la
emancipación universal de la humanidad. O bien, se trata de una innovación
teórica colmada de consecuencias estratégicas, por lo demás presentes en el
libro de Lucien Séve: la cuestión de la apropiación social no es más esencial a
sus ojos (es lógico, en consecuencia, que la explotación se vuelva secundaria
con respecto a la alienación universal); la transformación social se reduce a
"transformaciones [¿de "desalienación"?], no más súbitas, sino
permanentes y graduales"; la cuestión del Estado desaparece en la de la
conquista de los poderes (título, en otro tiempo, de un libro de Gilles
Martinet), "la formación progresiva de una hegemonía conduce tarde o
temprano al poder en las condiciones de un consentimiento mayoritario",
sin enfrentamientos decisivos (de Alemania a Portugal pasando por España, Chile
o Indonesia, este "consentimiento mayoritario" sin embargo ¡hasta el
día de hoy nunca se ha verificado! Encontramos el mismo tenor en Roger
Martelli, para quien "lo esencial ya no es preparar el traspaso de poder
de un grupo a otro, sino comenzar a dar a cada individuo la posibilidad de
apropiarse de las condiciones individuales y sociales de su vida". La
temática antitotalitaria muy legítima de la liberación individual desemboca
entonces en un placer solitario en el que viene a diluirse la emancipación
social.
Si hay por cierto interacción entre las formas de opresión y de
dominación, y no un efecto mecánico directo de una forma particular (la
dominación de clase) sobre las otras, queda por determinar con más precisión el
poder de esas interacciones en una época dada y al interior de una relación
social determinada. ¿Se trata solamente de una yuxtaposición de espacios y de
contradicciones que pueden dar lugar a coaliciones coyunturales y variables de intereses?
En cuyo caso la única unificación concebible procedería de un puro voluntarismo
moral. O bien, ¿la lógica universal del capital y del fetichismo mercantil
afecta a todas las esferas de la vida social, hasta el punto de crear las
condiciones de una unifícación relativa de las luchas (sin implicar, sin
embargo, por ser tan discordantes los tiempos sociales, la reducción de las
contradicciones a una contradicción dominante)?
No se trata de oponer a la inquietud posmoderna una totalidad
abstracta fetichizada, sino admitir que la destotalización (o deconstrucción)
es indisociable de la totalización concreta, que no es una totalidad a priori
sino un devenir de la totalidad. Esta totalización en proceso pasa por la
articulación de la experiencia, pero la unificación subjetiva de las luchas
surgiría de una voluntad arbitraria (dicho de otro modo, de un voluntarismo
ético) si ella no reposara sobre una unificación tendencia! de las cuales el
capital, comprendido allí bajo las formas perversas de la mundialización
mercantil, es el agente impersonal.